Ayer entré en el mundo por la puerta trasera, sobrecogido aún por las terribles imágenes que llegan desde ultramar. El exótico Haití, envuelto en un manto de miseria, envía a la civilización un terrible mensaje: la naturaleza también se ceba en la desgracia.

Están las aguas revueltas, ya digo. Las del mar Cantábrico también y lloran hoy por la marcha al desguace del Pride Of Bilbao, el viejo buque que unía Bilbao con Portsmouth. Quienes se han ocupado de su gestión no han sabido ver el halo romántico de los cruceros y han dejado que el barco se convirtiese en un medio de transporte para contrabandistas, que llegaban a nuestras costas con el afán de abastecerse de tabaco y whisky del mismo modo que los piratas se aprovisionaban de agua fresca y dátiles en Isla Tortuga. Era un bochornoso espectáculo ver a los hooligans del desenfreno correr embravecidos por cubierta, dando voces y bañados en cerveza. Dicen que el hombre es un animal de costumbres; viendo a estos especímenes, se diría que, de costumbre, el hombre es un animal. Así una y otra vez. Un viaje tras otro sin caer en la cuenta que el progreso consiste en navegar siempre en contra de la corriente, que es la rutina. Ahora aseguran que la travesía no es rentable. Quizás porque buscaron pasajeros donde no debían. Ahora se lamentan de que el torpedo de la crisis les haya alcanzado en la línea de flotación y el futuro del ferry, artefacto acuático, esté en el aire. ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué abrieron las puertas a los bárbaros...? Quizás porque los gestores pertenecían a la estirpe de quienes se preguntan cómo alguien puede saber si algo es lindo, si no sabe cuánto cuesta. Como siempre, lo urgente no dejó tiempo a lo importante y poco a poco el óxido de la zafiedad corroyó el barco, al que ahora achacan todos los males de la vejez, como si sufriese artrosis por tanta humedad sufrida. No tienen corazón.