El 22 de diciembre se celebra el sorteo más famoso de la lotería nacional. Todos deseamos que el Gordo acreciente nuestras cuentas bancarias; desde hace años, somos instigados, tratan de persuadirnos, nos incitan a jugar de una forma sutil, casi subliminal, ¿Cómo? Bares y comercios en general exhiben en sus respectivos escaparates réplicas de gran tamaño del décimo que venden en el interior; el ciudadano es atosigado, sufre un pertinaz acoso rodeado de décimos que nos dicen “¿Y si toca aquí?” Una comezón que roe. 

Los números quedan grabados de forma indeleble en el subconsciente; conjuntos de seis cifras que nos seducen y logran que nos sintamos protagonistas del cuento de la lechera. Los décimos deben mostrarse exclusivamente en el interior de los establecimientos comerciales, detrás de la barra o mostrador, como algo adicional y no como protagonistas, como un imán que nos atrae, un flautista de Hamelin que nos conduce a la cueva; lo ideal sería limitar su venta en las administraciones de loterías. El Estado, quien más gana, debe actuar con la ética y moral por bandera. En el fondo, se trata de agitprop: Propaganda dirigida al cerebro y agitación dirigida al corazón. Al bolsillo. Un proceder repugnante que hemos normalizado, una anormalidad; otra más.