Sois la raíz honda de nuestra casa/tierra, la que sostiene, la que calla, la que sueña para todos aunque se olvide de soñar para sí. Vuestra fuerza tiene la textura del caserío: sobria, firme, sin alardes, pero eterna. Como las montañas que nos rodean. Como el viento que baja del Gorbea y se cuela por la ventana cuando haces el caldo. Como la lluvia, que parece melancólica, pero hace crecer todo lo que toca.

Madres vascas, en vosotras se teje la historia de un pueblo entero. En vuestras manos agrietadas por el trabajo están las caricias más suaves, y en tu voz, aunque pocas veces elevada, está la ley primera. Nos enseñasteis a mirar de frente, a andar con dignidad, a no agachar la cabeza ni siquiera ante la tormenta. Porque sois también tormenta: cuando amáis, es con la fuerza del mar Cantábrico.

Hoy escribo para deciros gracias. Por todo lo que hicisteis y seguís haciendo, incluso cuando no lo vemos. Por ser refugio, escudo, faro y canto. Por las veces que os rompisteis para que nosotros no lo notáramos. Por hacer de la ternura un idioma y de la firmeza, un arte. 

Feliz día, amatxus. Que esta carta os llegue como una canción antigua que conoceis de memoria, y que os recuerde, por si alguna vez lo olvidáis, que sois la raíz y el fruto, la piedra y la flor, la primera palabra y el último consuelo.