Cuando lo vi arder me sentí exactamente igual que cuando vi arder Notre Dame de París. Sentía sentado, más bien tumbado bajo la cúpula llena de estrellas, galaxias y misterio me sentía el rey de universo. Un universo infinito que se expande. Allí uno se siente lo que es, una migaja, un grano de arena en un inmenso desierto con oasis y palmeras, dátiles, luces y silencio. En Notre Dame uno se siente pequeño entre tanta piedra bien colocada, tallada, ajustada y subida sobre los capiteles guapos, el órgano y las ceremonias monacales, como un sirviente de la edad media del señor feudal y obispo de turno. Sensaciones únicas como cuando caminas entre hayas, robles y castaños, distintas del pinar y el aire caliente y seco. Nos hemos quedado sin la joya de la cúpula como en su día se quedaron en Notre Dame sin la aguja, que cayó ardiendo como la paja. Pero la han restaurado los franceses con sus propios maestros artesanos. Cosa que les honra. Ahora nos toca a nosotros el planetario, que no podremos hacerlo los de casa porque no tenemos los especialistas de avanzada tecnología, me parece. Ojalá me equivoque, pero hay que hacerlo más pronto que tarde, cueste lo que cueste.