“Por el cinco de enero / para el seis, yo quería / que fuera el mundo entero / una juguetería / Y hacia el seis, mis miradas / hallaban en sus puertas / mis abarcas heladas / mis abarcas desiertas…”. Ay, mi Miguel cabrero, Miguel yuntero… Ocurrió hace muchos años, y fue horrible. Debajo de mi cama, oculto tras Débora, la gata de casa, les veía los pies con la respiración contenida. ¡Otra vez ellos…! Una cabeza miró bajo la cama y dijo, mientras enseñaba unos dientes grandes, amarillos y afilados: ¡Hombre, estás ahí! Ya te dije que volveríamos… No tuve tiempo de gritar o no oí mi propio grito desesperado. Mi abuelo también tenía los dientes amarillos, pero decían que era de fumar. La gata, se desmayó y no me ayudó nada, la muy insolidaria… Salí de casa corriendo como galgo tras liebre; la luna me guiaba… Me detuve en una plazuela cercana temblando de frío. Entonces, una mujer anciana se acercó. Dijo que venía de lavar ropa en un lavadero cercano -entonces no había muchas lavadoras en las casas-. Le conté lo de los Magos y los dientes. Me acarició y susurró entre carcajadas y enseñando unos enormes colmillos: ¿Eran dientes como estos…? Ya me iba a morder, cuando mi madre me despertó al grito de: ¡Vamos, qué han llegado los Reyes…! ¡No, no, mami…! ¡Nooo! Cuidado, los niños son frágiles, no los rasguéis con fábulas de adultos…