Tenías una máquina de cine de esas antiguas, con manivela. Las pelis eran de rulo, y se proyectaban sobre una sábana. Ponías voz a cada uno de los personajes, y en aquella cocina a oscuras, hubo siempre nueve luces; las de ocho ojos abiertos y una bombilla.
Te gustaba perseguir luciérnagas, mirar las estrellas, admirar los rayos durante una tormenta, ver a un tren llegar. Fabricabas las casitas del belén con corcho, y colocabas papel de charol en las ventanas, para que relucieran en penumbra.
Y cuando reías, aparecían dos brillos diminutos de luz en tus ojos. Ese brillo lo contaba todo del niño de la infancia robada que nunca renunciaste a disfrutar; del niño que vivió en tres tierras antes de enamorarse de Durango. Del que, con un solo peón, se comía tres alfiles; aunque uno fuera propio.
Brillo de jugador de mus con un as en la manga que sabe guardar, el que producía el final inesperado de uno de tus cuentos.
El de tantos perros que llegaste a acariciar.
Brillo de pasión calmada.
Ese brillo lo disfrutamos todos los que tuvimos el honor de conocerte y ser parte de tu vida, la del blanco y negro y la del color.
Supiste vivir con un agujero en el bolsillo y otro en la mano. Gracias por tu generosidad.
Gracias por tanta luz, aita, y por haberla compartido.
Y por toda tu magia.