Madrugo cada mañana y, como mucho, voy a un trabajo que no me satisface. Bajo la mascarilla llevo mi máscara de normalidad, la que se usa en el autobús o en el metro para poder hacer un viaje sin perturbaciones. En silencio voy rumiando mi frustración. Me siento extenuada por esa continua carrera de fondo, como un hámster en una noria de conductas que gira sin avanzar. Hace tiempo que un lodo de violencia, antes lejano, embarra la puerta de mi casa y pugna por instalarse en mi salón, frente a mi misma. Su tufillo me asfixia, mancha mis sueños, me desvela por las noches y vuelve insignificantes los pequeños actos de bondad de cada día. Tras los cristales el mundo que palpita va dando bandazos. Perdidos en una ruta equivocada hemos olvidado que lo contrario del amor no es el odio. Es el miedo. Cuando permitimos la guerra (la que se alarga más allá de lo que dura una noticia en televisión), somos menos humanidad. Somos más miedo. En ninguna contienda ni acto de violencia física o verbal, hay ganadores o perdedores. El ser humano, y todos los seres sintientes que pueblan nuestro mundo, somos rehenes, prisioneros perpetuos. El vencedor siempre es el mismo. Podemos ponerle cualquier nombre, obviarlo detrás de cada excusa. Nosotros lo ayudamos a crecer. Lo alimentamos en silencio cada día. Lo pregonamos a voces desde las tribunas. Lo disfrazamos de buenas intenciones. Podemos ponerle cualquier nombre. No tiene más que uno. Se llama miedo, y desde que nacemos controla la verdad de nuestras mentes.