Rousseau no lo vio venir
La sociedad nos corrompe y es culpable de todos los males de la especie humana, inocente y bondadosa por naturaleza. Esta es, en trazo grueso, la teoría del buen salvaje articulada por Jean-Jacques Rousseau.
El buen salvaje es solidario, empático y toma de su entorno solo lo necesario. No atesora bienes porque no ansía poseer; no envidia porque se satisface con lo que le mantiene vivo y no anhela otra expectativa que la paz y la contemplación de las maravillas de su entorno. Así que, los males que aquejaban al mundo en el siglo XVIII los provocaba el modelo social, el progreso humano como objetivo porque genera ansiedad, egoísmo y envidias.
El buen salvaje del siglo XXI podría haber sido un tipo bastante rousseauniano. Considera que lo que no consigue es porque la sociedad se lo niega; tiene derecho a satisfacer no ya sus necesidades vitales, sino sus apetencias, pero le constriñen normas que le impiden darse gusto y poseer lo que otros poseen. Aboga por socializar las soluciones a sus problemas pero resulta profundamente individualista a la hora de ceder ante los puntos de vista ajenos. Rechaza la autoridad cuando no la ejerce él porque le resulta represiva de sus derechos, que son muchos, e impositiva de unas obligaciones que deberían ser de otros. La sociedad, ese enemigo de sus deseos, es culpable y habría que transformarla, pero le basta con dirigirla a su antojo. La democracia es una milonga, un placebo, y no queda más remedio que sustituirla por su voluntad. Se siente progresista, o tradicionalista, o libertario o patriota según el día y se agrupa en manadas que piensan como él o nada en absoluto porque su idea de sociedad es la correcta y para qué profundizar más. Así que, al final, ese Rousseau no tenía puñetera idea y no lo vio venir.