La ignorancia es un grado
Creo que si hay algo peor que faltarles al respeto a los demás en la discrepancia, es perdérselo uno mismo por arrogancia.
Toda opinión expresada con respeto y en parámetros de sana convivencia merece recíproco trato. Y discrepar de ella, igualmente. Así que Felipe González tiene derecho a expresar su rechazo a la ley de Amnistía o su adhesión a la represión del soberanismo catalán y a la exaltación del español. Este principio de libre pensamiento y expresión choca con una superioridad injustificada, sujeta por la endeble tramoya de presunción de ignorancia en la que se sustenta su legado.
Los tiempos de Felipe González en La Moncloa fueron duros, la amenaza de asonada, aún latente y la violencia desestabilizadora, diaria. Los bandeó como mejor supo y algún bandazo que otro ya le hizo pasar del federalismo al café para todos o del socialismo al modelo económico que hizo de España “el país en el que es más fácil hacerse rico y en menos tiempo” –Carlos Solchaga, su ministro, sic–. Fue también el tiempo en que el presidente González ignoraba que en las tripas de su gobierno anidaba, o al menos se amamantaba, una organización terrorista, varios ministros que desviaban fondos para misiones inconfesables y, en su partido, alguna corrupción. Con algunas equis sin despejar, uno no es quién para concluir el grado de verdad en esa declarada ignorancia. Ni para descartar su persistencia como factor de esa opinión suya que engrandece el discurso de la derecha nacional, que rechaza a otros pueblos en el Estado y que reniega de quien los militantes de su partido eligieron para dirigirles, como otros le eligieron a él y renegaron después. Tiene que ser agotador sentirse en posesión de la verdad suprema y no poder ignorarlo.