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Biribilketa

La exigencia de los propios

La muerte de Jorge Bergoglio ha vuelto a darnos ocasión de asistir a un fenómeno recurrente de expectativas y decepciones. Al argentino la inflación de exigencias le llegó al ser nombrado Papa y por razón de su talante aperturista en la Iglesia católica, que lleva tiempo viviendo la zozobra de sus incongruencias y dilemas no resueltos en materia sexual, de género, de gestión económica y de organización interna.

La exigencia se volvió directamente exponencial al alcance de sus mensajes de renovación, de apertura y acogimiento de realidades sociales, de denuncia de excesos e injusticias, de empatía con todo tipo de víctimas y de liquidación de responsabilidades internas en determinadas estructuras cuyo desempeño contrastaba con el discurso pastoral de la Iglesia. Hablo de corrupción, de tráfico de influencias, de abusos sexuales corporativamente ocultados y de alineamientos con poderes locales demasiadas veces elitistas, cuando no autocráticos.

El curioso fenómeno tras la muerte de Francisco es que a la exaltación de sus virtudes le sigue de inmediato la sordina no ya por sus defectos sino por la imposibilidad de que esas virtudes fueran transformadoras hasta el punto exigido. Y, curiosamente, –y aviso de que no me cuento entre la feligresía practicante– las voces más críticas por la ausencia del milagro son precisamente las que no creen en ellos. Les irrita que se considere reformador y progresista a alguien cuyo dogma no le animaba a manifestarse en favor del aborto, la promoción de una papisa o el matrimonio homosexual. Se les queda corto a estas vanguardias que nunca le quisieron de aliado y también a las retaguardias que propugnan todo lo contrario y le acusan de abrir las puertas del infierno por querer empatizar con minorías de todo tipo. No sé quiénes de todos ellos le serían más propios a Bergoglio, pero se disputan el derecho a echar por tierra su labor.