Dicen que en esta existencia la única certeza es que acabará en muerte. Pero hay formas y formas de bajarse del tren. No todas son iguales ni todas son inevitables. Yo no sé cuántas de las sobrevenidas en el levante peninsular se habrían podido evitar con una acción más diligente en la prevención, la comunicación de las alertas y el ejercicio de responsabilidad individual y colectiva que, a la vista está, requería la magnitud del embate de la naturaleza. Lo que sí sabía, y no es preciso ser ninguna lumbrera, que aún no habrían acabado de desenterrar víctimas en Valencia cuando empezarían a cruzarse puñetazos entre las administraciones autonómica –del PP– y estatal –del PSOE–. Es tan intensa la tragedia, tan dolorosos sus efectos, que no es tan imprescindible hallar sus culpables como asegurarse de que es otro y no uno mismo.

Al pulso sobre a quién correspondía el ejercicio de la seguridad preventiva asiste la ciudadanía entre la indignación y la arcada. No es tiempo de lavarse las manos sino de meterlas en el lodo hasta restaurar un mínimo de dignidad para las personas. Para las fallecidas y para las que tendrán que sobrevivir con la experiencia de las pérdidas de todo tipo. La tarea por delante es tan ingente ahora mismo que las actitudes de escaqueo de responsabilidad de las autoridades merecerán la reprobación más intensa.

Habrá ocasión –y, si es preciso y se dilata, se deberá exigir que la haya– para identificar responsabilidades de los casos de imprevisión, laxitud o incapacidad que podrían haberse evitado, a la vez que se extraen los debidos aprendizajes de los errores cometidos. En todos los ámbitos. Sin perder la atención sobre la propia ciudadanía, a la que no se puede culpabilizar de la tragedia pero a la que se puede formar e informar debidamente y exigir luego el grado de implicación cívica en el cumplimiento de las medidas de autoprotección y de cooperación con las autoridades. Y, por supuesto, examinando la capacidad, cualificación y compromiso de los responsables públicos. De momento, es oportuno tomar nota de quiénes dedican un tiempo obsceno a cruzar puñetazos entre las tumbas aún abiertas.