Los humanos nos desgañitamos por posturear; por mostrar lo guapos, lujosos, privilegiados e influyentes que somos. Lo bien que vestimos, lo jóvenes que nos mantenemos a partir de cierta edad o el aspecto de adulto que podemos mostrar cuando no lo somos; lo ‘chic’ que posamos o la cantidad de gente a la que le importa lo que hagamos y digamos. En ocasiones, hasta procuramos que se sepa lo generosos que somos y menos, muchas menos, exhibimos lo inteligentes que pretendemos ser. No es un universo paralelo asociado a las redes sino una parte de nuestra naturaleza. Esto de exhibir lo que nos gustaría que el prójimo piense que somos, y sobre todo que tenemos, es un valor sociocultural que asociamos al éxito. En China, las autoridades, que tienen tendencia a restringir lo que consideran pernicioso para la mente de sus ciudadanos –y para su control del poder– avisan de que las actitudes que ellos consideran occidentales de exhibición de privilegios –y metan ahí modelos de moda, posados con productos de lujo, etc– se van a perseguir porque atentan a la moral igualitaria. Dios y el Gran Timonel me libren de suscribir la restricción de la libertad de hacer el ridículo o dar envidia del modo en cada cual quiera, menos aún si el enunciado supura la imposición del pensamiento único.

Pero también diré que la libertad dedicada a la pose, cuando no militando conscientemente en la desinformación, no me seduce. Es cosa de la edad, seguro, pero se siente uno atrapado en la disyuntiva de que cada cual sea feliz como quiera –incluso en la ignorancia– y del otro en no acabar como los comedores de loto con los que se topó Ulises de vuelta a Ítaca. Aquellos crearon una sociedad de iguales mediante el consumo de la flor narcótica, renunciando a las responsabilidades del mundo real. No digo que nos traguemos las flores de loto, pero masticarlas, las masticamos.