LAS últimas semanas han visto brotar en la actualidad política y mediática a una legión de inconfesos del bipartidismo en el Estado que se visten de añoradores de lo que fue pero en realidad ejercen de adoradores del statu quo de las mayorías absolutas o de la facilidad de obtenerlas. Como es lógico, se trata de afines a estructuras con opciones de ser mayoritarias. Las minorías suelen ser más conscientes de la diversidad por razones obvias. Pero no confundamos mayoritario y minoritario con tolerante o fanático; de ambos hay en uno y en otro extremo.

El caso es que convierten negociar con minorías en sinónimo de inestabilidad. Se vive mucho mejor obviando los puntos de vista ajenos. Pero he aquí que, en el ciclo recurrente de la sociedad y la política -y no dudo de que la rueda de la concentración del voto volverá en el futuro- ahora mismo toca que la conciencia colectiva no esté reñida con la visión particular. Que la ciudadanía adquiere conciencia de la especificidad de su entorno, de la particularidad de su experiencia y reclama que se reconozcan sus puntos de vista. Ya llegará el momento de ser pragmáticos y entender que el 100% de nuestra opinión es menos sólido para la convivencia que la suma del 20% de cinco opiniones dispuestas a alcanzar un consenso mínimo. Pero, para aportar ese 20% al colectivo es preciso que este esté dispuesto a reconocerte como una parte específica de su 100%.

Siento el trabalenguas pero creo que define un pecado constante de la política española: no reconoce la diversidad como un derecho sino como una dificultad a doblegar, alinear y uniformizar. Ya sé que el guirigay de siete u ocho partidos intentando dejar la impronta de su punto de vista particular hará a muchos añorar el bipartidismo y a algunos incluso el pensamiento único. Pero, qué quieren que les diga, me va el ruido más cuanto más me piden que me calle.