VAMOS a empezar por un ejemplo más lejano. Aunque solo sea porque, en la distancia, la dimensión real de las cosas se ve en contexto, nos salpica menos y hasta somos capaces de ver la paja en el ojo ajeno con más nitidez que nuestra viga. Todo este rollo para comentar que la viceprimera ministra de Países Bajos, Sigrid Kaag, ha decidido abandonar la política porque el acoso en redes y las amenazas de la ultraderecha de su país convierten en imposible compaginar la conciliación familiar con la responsabilidad institucional.

En los últimos años, uno de cada cinco mensajes remitidos a la veterana política liberal-progresista han venido siendo amenazas o contenidos de odio. No es una excepción pero sí una escalada: la media de mensajes de ocio que se remiten en Países Bajos a mujeres políticas es de un 10%. En el caso de Kaag, se incluyen amenazas de muerte.

Durante demasiado tiempo, el acoso y la intimidación han sido considerados como parte del panorama normalizado de la actividad pública y de la libre expresión en redes sociales, más normalizado si cabe cuando la víctima es alguien que se dedica a la política y se acepta que la discrepancia se convierta en persecución.

Es curioso el modo en que la calificación del fenómeno contribuye a su aceptación. Existen haters de todo tipo y convivir con ellos parece que debe ser normal. Abusan del anonimato, acosan, insultan e intimidan con absoluta impunidad y un absurdo consenso parece asumir que toca aguantar el chaparrón sin rechistar. Se lo busca quien se expresa públicamente, cuando se denuncian actitudes con las que no comulgas y que, a juzgar por la reacción mafiosa, dan en el clavo de la debilidad argumental: donde acaban las razones empieza el acoso. Lo sufren periodistas, políticos, personajes públicos de todo tipo. El silencio es complicidad y, a juzgar por cómo atrona, vamos perdiendo.