NOSOTROS siempre somos mucho más razonables, más coherentes y más fiables que ellos. Tanto es así que, cuando alguno se da cuenta y nos dora la píldora recordándonoslo, su discurso no puede estar tan equivocado en el fondo, aunque lo parezca en las formas.
En cambio, ellos son unos bárbaros o unos viciosos, o unos pusilánimes o unos traidores. Hay un abanico de ellos tan amplio que no faltan amenazas a lo que somos nosotros. ¿Y qué somos? Ah, bueno, pues la reserva espiritual de los valores que todo el mundo debería compartir y que hay que proteger frente a ellos, que ni tienen valores ni merecen que compartamos espacios.
Son, además, gente muy amenazadora. Tienen una dicción diferente o visten de un modo estrafalario o pretenden –no me jorobes– que nosotros reconozcamos sus rarezas, admitamos sus vicios o respetemos su pensamiento. Así que, en ocasiones, alguno se lleva un disparo porque un agente se sintió amenazado por el color de su piel; o una paliza porque su inclinación sexual amenaza los pilares de nuestra sociedad, o un bofetón porque responde cuando su pareja le levanta la voz; o el acoso por denunciar sus excesos y reprochárselos en público –un abrazo, Javier, un abrazo Xabier–.
Los defensores de nuestro bien apelan a nosotros para que les demos las riendas porque nadie mejor para proteger nuestro sueño, para mantenerlo inalterado. Hasta que, un día cualquiera, cuando despertemos y no nos guste el camino por el que nos llevan, se nos ocurra cuestionarlo, sentirnos amenazados por la monocromía de piel, el modelo moral que no admite diferencias o la pérdida del derecho a opinar sin la amenaza de un bofetón. Y, de pronto, en algún momento de nuestro plácido sueño, de nuestro dejar hacer, algunos de nosotros ya no seremos nosotros sino ellos. Seremos la amenaza a controlar y erradicar que siempre fuímos.