NADA garantiza que un magnicida, por muy neonazi que sea o cuente con antecedentes, sea un profesional de los magnicidios o un chapuzas de tres al cuarto que planeó un asesinato con pistola sin limpiar el percutor. Impresiona ver a centímetros de la cara de Cristina Fernández de Kirchner una mano que empuña un arma de fuego que tiembla al lado de su nariz y por dos veces acciona el gatillo. Nada. Cristina salvó la vida porque su asesino podía ir con toda la intención de los matarifes, saltándose el cordón policial, con la seguridad despistada y acercar la pistola a un rostro que, en lugar que hacer blanco lo mismo le hubiera dado por saludar con un pellizco de camaradería. Argentina está conmocionada pero Cristina salva la vida a diario, lo hizo el viernes y todos los días que pasan y saluda a sus simpatizantes desde su imputación por corrupción. Pese a las amenazas de muerte en las marchas por megáfono, pese a que hasta diputados opositores han pedido para ella la pena capital por haber robado a manos llenas mientras el fiscal solicita doce años de cárcel y perpetua inhabilitación. “Estoy ante un pelotón de fusilamiento mediático-judicial”, dijo la vicepresidenta. Dos semanas después el pelotón era un aficionado extremista, un lobo solitario que actuó solo y al que ni siquiera un supersistema de extracción de información israelí ha podido rescatar los datos de su teléfono móvil. Un inepto sin rastro de conexiones pero dispuesto a llevar otro buen puñado de zozobra a un país junto a las muestras de apoyo, los kilos de solidaridad y, con ella, un aumento de la popularidad de la protagonista que sube los grados de la polarización en la opinión pública. La violencia no puede servir nunca para sacar réditos políticos o judiciales, así sea un simulacro, una aparente performance o el milagro de llevar en tu vida un asesino nervioso e incapaz. No hubo víctima, salvo una vez más, el pueblo argentino.