Intento comprender cómo un agitador impresentable puede resucitar la violencia, cómo la cámara del Senado degenera en espectáculo bochornoso, cómo un funeral se llena de caras de piedra y de insultos. Cómo se tolera en público un discurso racista o sexista en una sociedad que creíamos que lo había comenzado a corregir. Y no son hechos aislados; son el síntoma de un colapso mayor. En toda Europa se acusa una vez más a los jóvenes de ser más reaccionarios y menos solidarios con la pobreza o la inmigración. A la vez, por el contrario, se nos dice que la cosa de las derechas y las izquierdas ya no es lo importante, pero la psicología social ha ido mostrando, con estudios como lo del monopoly entre ricos y pobres que experimentaban en la universidad de California o midiendo cómo los dueños de coches de lujo despliegan una conducta más incívica, que la raíz no es solo política, sino moral, que se entremezclan causas y consecuencias. Escribía Jonathan Haidt sobre la generación ansiosa, cómo posiblemente la exposición a las redes sociales nos inclina a ello. Parece que operamos con códigos distintos: la izquierda prioriza una solidaridad universal y basada en derechos; la derecha, la lealtad al grupo próximo y la autoridad. Pero esta juega con ventaja: los algoritmos y sus dueños favorecen ese foso moral que conduce a la polarización.
No es solo desacuerdo, sino que hablamos idiomas éticos diferentes. El gran desafío de nuestra era es si, ante crisis globales como la desigualdad o el cambio climático, seremos capaces de superar esos prejuicios de las concepciones enfrentadas. El futuro exige una solidaridad que no pregunte por el pasaporte de quien necesita ayuda. Nuestra capacidad para resolverlo define el mundo al que nos dirigimos o el infierno donde nos precipitamos.