El 13 de mayo de 2025, en plena Asamblea Nacional francesa, el diputado Laurent Panifous, presidente del grupo parlamentario Liberté, Indépendants, Outre-mer et Territoires (LIOT), tomó la palabra y lanzó una denuncia que dejó al hemiciclo en silencio: El Code Noir (el Código negro) de 1685, texto legal que organizó y legitimó la esclavitud en las colonias francesas, nunca ha sido formalmente abolido por la República. Ante el asombro general, el primer ministro François Bayrou reconoció no estar al tanto de ese hecho y se comprometió a impulsar su derogación. Pero el problema va más allá de la ignorancia institucional. Es una cuestión de memoria, de ética y de responsabilidad histórica.
El Código negro, promulgado por Luis XIV, no solo regulaba la esclavitud: la institucionalizaba. Declaraba a los esclavos como bienes muebles, autorizaba castigos corporales brutales, prohibía el ejercicio de religiones africanas y obligaba al bautismo católico. Era un texto legal que convertía en norma la deshumanización de millones de personas arrancadas del continente africano y explotadas en las plantaciones del Caribe, Guyana y otras colonias francesas. Aunque la esclavitud fue abolida en 1848, el Código negro nunca fue revocado mediante una ley formal. Esa omisión tiene un peso simbólico enorme, revela la incomodidad persistente del Estado francés para asumir plenamente su pasado esclavista y colonial.
Durante más de un siglo y medio, ni gobiernos de izquierda ni de derecha se preocuparon por eliminar ese vestigio legal de la barbarie. En cambio, figuras como Jean-Baptiste Colbert, arquitecto del Código negro, siguen teniendo estatuas frente a la Asamblea Nacional, como si su legado no mereciera una revisión crítica. Francia ha preferido cerrar los ojos. Ha institucionalizado el olvido. Celebramos el Día de la Abolición de la Esclavitud cada 10 de mayo, sí, pero mantenemos en nuestros archivos legales el texto que legalizó la esclavitud. Es una contradicción ética e histórica que socava los valores proclamados de libertad, igualdad y fraternidad.
La permanencia del Código negro como texto no abolido formalmente no es un mero detalle jurídico. Es un síntoma profundo de la continuidad simbólica del orden esclavista en las instituciones republicanas. En tiempos de racismo estructural, de discriminación hacia los descendientes de africanos y caribeños, y de un preocupante auge de la extrema derecha, esta situación cobra aún más relevancia. Porque cuando un Estado no rompe clara y públicamente con sus fundamentos racistas, permite que esos cimientos sigan influyendo en el presente. Y Francia, como otros países europeos, arrastra ese problema.
El racismo no es una aberración contemporánea. Es la herencia directa de un orden colonial que clasificó a los seres humanos según su color de piel, que los convirtió en objetos de comercio, que los castigó, explotó y silenció. Ese orden fue codificado legalmente en el Código negro. Y aunque hoy no tenga valor jurídico aplicable, su permanencia sin derogación expresa mantiene viva una huella institucional del racismo. No se trata solo de memoria: se trata de cómo esa memoria informa y perpetúa las desigualdades actuales.
El hecho de que ningún gobierno haya promovido hasta ahora una ley para abolir formalmente el Código negro demuestra la profundidad del problema. Es más cómodo hacer como si no existiera, como si ya estuviera superado. Pero no lo está. Sigue presente en las estructuras de exclusión, en los relatos escolares que minimizan el colonialismo, en la ausencia de reparación y en la negación del racismo como fenómeno sistémico. Y sigue presente en los discursos que criminalizan a las poblaciones migrantes, en la represión a la juventud racializada en los suburbios y en las políticas que niegan la historia compartida.
Abolir formalmente el Código negro no reescribirá la historia. Pero sí representará un gesto político y ético necesario. Un acto de justicia que cierre, al menos simbólicamente, una página infame. Un paso hacia una memoria más justa y una república más coherente con los principios que declara. Francia no puede seguir proclamando su apego a los derechos humanos mientras conserva en sus archivos el texto que legalizó la esclavitud.
Mientras el Código negro no sea oficialmente abolido, Francia seguirá siendo, en el plano institucional y simbólico, un país que no ha roto con su pasado esclavista. Y esa herencia pesa. Pesa sobre sus ciudadanos afrodescendientes, sobre su democracia, sobre su credibilidad internacional. Ya es hora de que ese peso sea reconocido, asumido y, por fin, levantado. La abolición del Código Negro no debe ser considerada como un capricho ni como una corrección técnica, es una urgencia ética.
Investigador en transformaciones sociopolíticas en África Occidental y el Sahel