En mis años mozos, cuando todavía una tupida cabellera cubría mi cavidad neuronal, durante las vacaciones de los estudios eclesiásticos desempeñé, entre otras, la profesión paterna de taxista en mi pueblo natal, Quiroga, situado en la Ribeira Sacra, provincia de Lugo, en la nación gallega. Era cliente un médico titular, extraordinario y singular, D. José Torres Valcázar, conocido como El Forense, pues ejercía también el necrofílico oficio de realizar las autopsias de los fallecidos en circunstancias anormales. En esta ingrata tarea posmortuoria le ayudé, incluso, en dos ocasiones. Fue tal la influencia que vertió sobre mí que estuve a punto de iniciar los estudios de Medicina, a pesar de que los modestos ingresos familiares no lo permitían. Lo consideraba un verdadero apostolado social, solidario y humanitario. En el Seminario teníamos dos asignaturas, Psicología Racional y Experimental, con el fin de conocer a nuestros futuros feligreses y tratarlos con afecto y cordialidad. D. José ejercitaba esos valores sin haber cursado tales disciplinas.
D. José era un médico humano y humanista, sabio, respetuoso, abierto, generoso, simpático, jovial, abnegado, cordial, afable y muy servicial. Visitaba todos los días, incluidas las fiestas de guardar, a los enfermos crónicos y encamados para regalarles con el don inestimable de la escucha, del encuentro, de la mirada a los ojos, de una empática sonrisa y de una palabra de aliento y consuelo, los más apreciables lenitivos del dolor.
Era un excelente conversador, dotado de una grande erudición y un lenguaje fluido, pulido y elegante en la lengua cervantina, mezclada con palabras y locuciones galaicas con una atractiva entonación, fruto del aprendizaje y contacto conmigo y con mi padre. Hablaba un castellano de perfecta dicción, acompañado de una mímica muy peculiar, con el dedo índice sempre erguido en movimiento alternante. Gozaba de una contextura física particular: pequeño, regordete, de andar pausado, de calvicie incipiente y con gafas culo de botella. Acostumbraba a saludar desde el coche a todo el personal que se encontrase junto a la carretera, aunque fuese un insensible y maleducado espantapájaros de una finca, que no contestaba al efusivo saludo.
Poseía una innata habilidad para observar situaciones y actuaciones originales, realizando sobre ellas, con improvisación repentina, comentarios jocosos provocadores de una hilaridad general, de tal manera que todavía hoy se recuerdan en las tertulias tabernarias y sobremesas amicales. Me describía minuciosamente en los viajes las clases magistrales de grandes maestros como Gregorio Marañón o Jiménez Díaz.
Don José difundió en la comarca un aroma de ingenua bondad y de unánime cariño, que se evidenciaron en el momento de su traslado forzoso a Ourense. Fue una rara avis en aquella época en que la mayoría de los médicos destacaban por el endiosamiento, la distancia, la prepotencia y la pertenencia a una clase superior. Actualmente la clase médica ha superado esas actitudes y muestran generalmente un trato humano hacia los pacientes, aunque todavía existen rescoldos minoritarios de comportamientos pasados. Recientemente, una persona familiar muy cercana se topó con una médica oftalmóloga que llegó muy tarde a la consulta, cortaba las preguntas, solo miraba al ordenador, auscultaba a toda prisa, mostró una conducta displicente por no subir de tono el calificativo y se mantuvo recalcitrante en su conducta durante las dos visitas realizadas. Necesitaba evidentemente formarse en psicología racional y experimental.
A la hora de elaborar estas reflexiones, sin embargo, me vienen a la cabeza los nombres de algunos médicos humanistas como D. José, de los que oí hablar o traté y conocí personalmente. Durante los años de la enfermedad rara de mi hija, interminable periplo sanitario nunca olvidado, de la que falleció en el año 2006, tuve la obligada oportunidad de relacionarme con una variada gama de galenos de distintas especialidades. En el hospital Donostia dejé constancia escrita en forma de poemas dedicados al personal que me atendió primorosamente. La última vez, en 2016, con motivo de grave pancreatitis. Recuerdo con especial estima a muchos de ellos. La oncóloga Maca Silva o el neumólogo Dr. Domínguez, en Coruña; Edmundo, en Quiroga; los pediatras Gaztañaga, García, Palacios; el neurólogo Urtasun, el hepatólogo Medrano, el angiólogo Samaniego y el otorrino Félix Proaño, en Donosti; Anasagasti, en Hernani, los médicos/as de familia Paradinas, Mertxe Lopetegi y Arruabarrena y las enfermeras Amaia y Ainhoa Azurmendi en Oiartzun. Médicos humanistas históricos fueron Rey Baltar y Sánchez Guisande, exiliados en Argentina, Enrique Hervada, Rof Carballo, Sixto Seco, García Sabell, Varela Montes, Nóvoa Santos, Ramón Obella, Puente Castro, Novo Campelo, Rodríguez Cadarso, Carrero Nine, Gonzalo Gurriarán, Reimóndez Portela, Villamil, Arijón, Xosé M. López Nogueira, Olano, Galpasoro, Muruetagoiena, Manuel Díaz González, “o medico dos pobres”, torturado y asesinado por los fascistas en 1936, en O Incio (Lugo), Castelao, finado en el exilio, Fernández Mato, exiliado, y muchos más. Esos dos últimos abandonaron la profesión muy temprano. Castelao afirmó que había estudiado Medicina por amor a su padre y la había dejado por amor a la humanidad. Cuando a Fernández Mato, en cierta ocasión, le preguntaron por la razón de su abandono, contestó con retranca: “¡Cómo iba a ejercer yo la medicina! ¿Quién sería capaz de entrar en mi consulta, si ve en el letrero de la puerta: DOCTOR MATO, DE 5 A 7?”.
La reforma de la sanidad debe enfocarse bajo un doble prisma: combinar adecuadamente el uso creciente y necesario de la tecnología con la inexcusable y ascendente utilización del humanismo.
Historiador