MAURO estará todavía por Senegal. Solo en muy contadas ocasiones reúne el dinero suficiente vendiendo todo tipo de artículos tras patearse Bilbao durante todo el día como para pagarse el viaje a su país y estar con su familia durante unos meses. Creo que esta vez iba a conocer a su nieta. Allí estará viviendo el Ramadán de manera diferente, supongo. Aquí, durante el resto del año a menudo se deja invitar en algún bar del barrio. Descafeinado en invierno, algún refresco en verano. Eventualmente, un pintxo tras comprobar que no contiene ingredientes con impurezas. Pero, de vez en cuando, en esa época especial, rechaza siempre la invitación con una resignada sonrisa y un escueto: “No, Ramadán” en su limitado y pésimo castellano. En el aire queda una mezcla de incomprensión –¿qué mueve a alguien que carece de lo más básico, a miles de kilómetros de su casa, a estas autorrenuncias?)– y respeto. La celebración del Ramadán entre quienes practican el Islam es cada vez más conocida entre nosotros, con todas las limitaciones e incomprensiones. Un joven vasco hoy en día probablemente sepa como mínimo –aunque sea por los futbolistas musulmanes– que el ayuno forma parte fundamental de este periodo. Pero a buen seguro, la gran mayoría desconoce lo que es y significa la Cuaresma. Salvo, quizá, que viene después de los carnavales. O lo asociará con poco menos que con ritos de la Edad Media. Si alguien entra en un bar y declina la invitación a un pintxopote alegando que está en un día de ayuno o vigilia por la Cuaresma, probablemente le mirarían como a un marciano y no entenderían nada. Ramadán y Cuaresma, curiosamente, comparten bastantes cosas, aunque ambos mundos ni se entiendan ni se comprendan el uno al otro y, a su vez, no sean entendidos ni comprendidos por el resto. Puede parecer una simpleza, pero los cambios sociales de este tipo suelen ser profundos y nunca vienen solos ni son casuales. Y se alimentan e impulsan de y por otros cambios, para bien y para mal. El amigo Mauro lo sabe bien.