SALTA la noticia de que una mujer no ha sido contratada por un restaurante por llevar un velo. Con los ecos todavía de la polémica del árbitro que impidió a un chaval de 15 años jugar en Arratia por llevar un turbante, nos llega esta nueva incomprensible decisión. Al punto cabría preguntarse qué diferencia hay entre que alguien nos sirva con el velo islámico, una gorra, un pañuelo en la cabeza o una diadema de grandes dimensiones. En el fondo, la cuestión religiosa sigue viéndose como una amenaza cuando no lo es. Es cierto que construimos entre muchos y muchas. Pero los pocos y pocas que destruyen se oyen más. Lástima.