SI horrible es que unas hermanas adolescentes elijan morir a afrontar la cotidianeidad de la incomprensión o el acoso, su tragedia merece al menos el respeto de no ser usada por los proselitistas de lo más desalmado del discurso político.

Alana quería ser Ivan y dejó escrito que la incomprensión que encontró en su nuevo hogar en Sallent, adonde llegó con sus padres y hermana hace apenas tres años desde su Argentina natal, la hacía infeliz; que la perspectiva de no dejar de serlo le hizo decidir que la muerte era mejor. Y a ella se entregó. Leila, su gemela, la acompañó en el salto por solidaridad, o así lo dejó también escrito. Los médicos luchan por su vida.

Tanto dolor, tanta convicción a los 12 años de que no habría para ellas más que una vida de bullying e insatisfacción, exige una profundidad, una sinceridad en el análisis de la tragedia, en cómo evitar que se reproduzca y en cómo frenar la crueldad preadolescente, infantil incluso, que degenera en acoso.

Pero entre ciertos medios de la derecha ha hecho fortuna una idea deslizada sin pruebas que, además, les evita mirar a los ojos a la incómoda realidad de la transexualidad. Las recién llegadas no hablaban correctamente el catalán y al abuelo, desde Argentina, le contaron una vez que se burlaban de ellas por su acento. Alana/Ivan no citó ese hecho como motivo de su decisión fatal pero airearlo ahora facilita deslizar el nauseabundo discurso de que, en España, las lenguas diferentes al castellano dificultan la integración y alimentan la xenofobia. No tienen el valor de afirmarlo porque les basta con sugerirlo y se convierten así en cómplices de la corriente de opinión que prefiere esconder el fracaso en la formación de nuestros jóvenes en los valores de integración, igualdad y respeto tras el humo del catalán, esa lengua que, deslizan, alimenta la discriminación. Que mata. Y consumen la tragedia para su gusto y nuestra arcada.