AQUEL solsticio de invierno, o saturnalia como decían aquellos nuevos vecinos llegados de muy lejos –desde lo que él creía los confines del mundo–, estaba siendo especialmente duro y auguraba largas lunas de oscuridad, mucho frío y nieve. Mientras preparaba la leña para la cocina, pensó en lo difícil que lo tendría su pequeña familia, pero sin duda saldrían adelante junto al resto de la comunidad. Recordó cómo hacía algunos soles había visto en el cielo aquella bola que parecía hecha de fuego con una larga cola brillante, como una estrella caída de lo más alto que atravesó todo el territorio hacia el este, como indicando un largo camino. Pensó, como entonces, que aquello era un muy buen augurio: los dioses de sus antepasados les ayudarían. Mari, una vez más, sería generosa. Por eso solían tirar algunas piedras a la cueva. Antes de entrar a la casa volvió a fijarse en aquel objeto de ese metal que parecía mágico que tanto le gustaba y que hacía mucho tiempo su padre había tallado con mimo con la forma de una mano y que después colgó en la puerta. Él mismo le ayudó a hacerlo y finalmente a grabar aquellas inscripciones en su lengua, aquel idioma que algunos de sus vecinos de lejos creían tan extraño, pero que respetaban, como ellos hacían con el suyo. Aunque algunos decían que pronto sería una lengua muerta y que la del gran imperio, el latín, sería la única que perduraría para siempre. Todo el mundo era bienvenido a aquella casa y a aquel territorio si venía en son de paz, le dijo su padre mientras colgaba aquella mano. Últimamente, sin embargo, el poblado temía que algunos de aquellos pueblos de alrededor vinieran con sus armas y sus guerras. Antes de entrar en la casa, miró hacia el horizonte. Eki se escondía ya extendiendo una larga y amenazadora sombra sobre el valle. Aun así, creyó vislumbrar a lo lejos al carbonero, que, como tantas veces, se dirigía a los montes. Sorioneku…, murmuró.