Se hizo raro escuchar a Jordi Sànchez firmar el certificado de defunción del procès tras la ruptura del Govern. El soberanismo vasco no debe sentir orfandad estos días porque nunca vio el procès como un modelo paternal a imitar, más allá de los intentos de EH Bildu de que nos dejáramos adoptar por una unilateralidad estéril. Pero sí hay melancolía, aunque no tenga clímax en esa ruptura porque ya había una empatía triste desde hace tiempo. El chicle del procès lo han rumiado sin sacarle una gota de sabor durante demasiado tiempo los que afirmaban que era palanca de país y los que lo usaron como enemigo del suyo para cohesionar su discurso nacional en España.

Creo haber recordado antes el símil de la novela de Italo Calvino “El caballero inexistente”, que describía a un héroe noble, exponente de los valores de la caballería que, sencillamente, era una armadura vacía que existía a fuerza de querer ser. Al procès le ha sobrado armadura y le ha faltado sustancia. La mera voluntad lo mantuvo de pie más allá de lo razonable y dio vida en sus extremos a proyectos sobredimensionados, como la CUP o Ciudadanos, pero nunca fue más que el catalizador de un anhelo de autogobierno soberano de la ciudadanía catalana. Tan legítimo que merecía mejor suerte. La presunción lo mantuvo vivo. Presunción de estrategia política, de calidad jurídica y de cohesión desde la firmeza de un ‘plan a’, un ‘plan b’ y un ‘plan c’ si hiciera falta. No los había. Ese pedazo de goma mascada ha terminado por saber a amargura a quienes alimentaron con él su deseo soberanista. Hoy queda huérfano un amplio colectivo social catalán y, lo que es peor, queda receloso y fracturado. Tanto más cuanto mayor entusiasmo puso en la aventura romántica. El caballero inexistente tomó conciencia de que no era pero quedaron sus valores. El soberanismo catalán merece salvar los suyos más allá del funeral del procès.