SE ha terminado el verano. Sí, ya sé que todavía le quedan, oficialmente, algunos días, pero la época estival es lo que es: un estado de ánimo. La culminación del curso, el horizonte que nos fijamos cuando el estrés abraza nuestra rutina, la época para celebrar los éxitos o, en caso de ser menos afortunado, el momento ideal para olvidar los fracasos.

Porque los años empiezan en enero, sí, pero las etapas lo hacen en septiembre. El mes en el que nos marcamos nuevos objetivos, en el que recuperamos viejas ilusiones y en el que, haciendo un ejercicio que va mucho más allá del optimismo, nos damos de alta en el gimnasio con la idea de lucir, ya si eso el verano que viene, esa tableta abdominal que hoy sigue tapada por centímetros de felicidad. Con suerte, las pesas y el spinning nos durarán un par de semanas más que el moreno. Y es que se suele decir que de ilusiones también se vive, aunque podríamos reformular el dicho y preguntarnos de qué viviríamos si no fuera por éstas. Porque las ilusiones tienen mucho de autoengaño. De repetirnos una y otra vez que conseguiremos aquello que sabemos imposible o, en el mejor de los casos, improbable. Son ese aliciente que necesitamos para mejorar o, utilizando una palabra tan de moda este verano, son nuestra palanca particular.

Y para ilusión, la mía, estrenándome con esta columna en la que, semanalmente, podréis leer mis reflexiones sobre la actualidad. Unas veces serán más profundas, otras seguro que no tanto. Con algunas estaréis de acuerdo, con otras, probablemente, no. Pero todas tendrán algo en común: el respeto. Siempre y a todo el mundo, incluso a aquellas personas que nunca harán una propuesta y limitarán su discurso político a hablar de élites y de viejos fantasmas que recorren Europa. Porque uno puede hacerse muchas ilusiones, todas las que quiera, pero ni siquiera engañándose más de lo que la mente humana entendería por razonable, se puede esperar que algunos cambien su forma de hacer política. l