SÉ que comentar unas declaraciones sin identificar a su autor es dejar la cosa a medias. Citar nombres hace la lectura más jugosa, y, si se es un poco malicioso, más divertida. Aún así no nombraré puesto que no quiero que estas líneas sean leídas como crítica particularizada, sino como reacción a unas ideas que están en nuestro entorno.

El caso es que un político vasco ha dicho esta semana que “el otoño durísimo” que con toda probabilidad nos llega por la agresión de Rusia contra Ucrania “tiene responsables”, que son “las élites políticas y económicas que han decidido prolongar la guerra (…). Nosotros desde un inicio nos opusimos a la escalada militar”.

A la escalada militar nos hemos opuesto todos, que yo sepa. El problema de fondo consiste en acordar qué entendemos por escalada militar. Para quienes defendemos el derecho internacional, los derechos humanos y el derecho humanitario, la escalada militar viene provocada por la agresión, ilegítima, ilegal y criminal, de Rusia contra Ucrania. Esa agresión convirtió una diferencia política en una guerra. Ante la agresión, Ucrania optó por resistir aplicando el principio de legítima defensa recogido en la Carta de la ONU. Hay gente que se ha pasado la vida soñando con el derecho de resistencia de los pueblos y cuando le llega la oportunidad histórica de definirse se tropieza con los cordones de sus propios zapatos, cegada su capacidad de leer el presente por prejuicios ideológicos construidos con material de desecho que la historia fue dejando atrás.

La forma de denominar a las cosas no es inocente. Este político denomina a la guerra de Rusia en Ucrania como “el conflicto entre Rusia y Ucrania”, sumando indistintamente actores sin consideración alguna a los principios de legitimidad o legalidad. Quien iguala a agresor y agredido no es un observador neutral sino alguien que ha decidido tomar parte legitimando al agresor.

Afirmar que la solución “es parar la guerra” o “desmilitarizar el conflicto entre Rusia y Ucrania” no es un ingenuo brindis al sol, sino una colaboración política con el agresor, por la sencilla razón de que si Ucrania deja de resistirse su soberanía desaparece bajo los tanques rusos. La mejor forma de parar esta guerra es que los agresores cesen la agresión tal como le exige la ONU. La retirada de Rusia de un territorio que no es suyo es la mejor “desescalada militar”. Todos queremos que las partes “se sienten ante una mesa de negociación y busquen una salida política”, pero el problema es que el agresor no quiere negociar otra cosa que la administración del botín.

El populismo, ya lo sabemos, se basa en dos puntos: simplificar la solución a los problemas complejos y encontrar un malo culpable que contraste con nuestra inocencia.

Un problema tan complejo como el que afrontamos se convierte, gracias al primer elemento, en algo sencillo para lo cual nosotros, en el marco de nuestras competencias y capacidades, tenemos el mejor “plan de contingencia”: parar la guerra, intervenir los mercados, subir los impuestos y repartir la riqueza. Un plan sin fisuras.

El segundo punto nos invita a buscar culpables: “las élites financieras y políticas que han decidido prolongar el conflicto”. La guerra no es culpa de los agresores que la provocan, sino de las élites que la prolongan innecesariamente, en lugar de darla por terminada y aceptar la ocupación como un hecho.

Definimos a estas élites por oposición a nosotros, que somos la gente, el pueblo, los inocentes, las víctimas. Y aquí llega el cierre del círculo de la miseria moral: en la tentación de la inocencia y esa pueril pretensión de ser las víctimas de la película. Esta guerra, de la que los ucranianos son corresponsables por resistir, la sufrimos nosotros, que vamos a rebajar el termostato de casa un par de grados o que renunciaremos a algún fin de semana en los Pirineos. ¡Lo que nos hacen sufrir los ucranianos al no rendirse en silencio es injusto: no nos lo merecemos! l