SI te digo la verdad, nunca había oído hablar de ese escritor”. Lo cuenta la madre de Hadi Matar, el fulano que asestó una serie de puñaladas al autor de Versos Satánicos. “No he leído ninguno de sus libros –continúa la señora–, ni siquiera sabía que ese escritor existe. No me consta que mi hijo haya leído su libro”.
Lo cierto es que el hijo no lo ha leído: “Tan solo un par de páginas”, ha confesado. Ese par de páginas le sirvieron para concluir que el escritor “no me gusta mucho”. Esas dos páginas le bastaron para erigirse en juez implacable y presentarse voluntario como verdugo. No necesitó de más lectura y es lógico que así sea: en la cabeza del fanático no debe haber lugar para la literatura, esa peligrosa puerta por la que pueden terminar entrando la duda, la imaginación, la complejidad y la posibilidad de otros mundos con otras tradiciones, otras reglas y otras aspiraciones desencadenadas que tientan con locos sueños de libertad.
Matar era un chico callado y reservado que se transformó tras un viaje a Líbano, a donde fue a visitar a su padre. A su vuelta el Matar renacido reprochaba a su madre no haberle educado en la religión y haberlo en cambio animado a estudiar y a preocuparse por cosas mundanas como un trabajo decente. Desde aquel viaje iniciático se acostumbró a vivir en el sótano de la casa, sin relacionarse con nadie, vegetando una existencia nocturna y aislada, mantenido, es de suponer, por su madre. Pero encontró una misión luminosa que dotaría su vana vida de sentido y que lo salvaría de la inanidad. Este es el retrato del héroe de la deslumbrante causa de la justicia divina.
La investigación añadirá datos sobre lo que Matar hacía en ese sótano, con quién interactuaba y qué tipo de basura ocupó su mente pequeña y su tiempo sin afán. Desde luego no empleó su tiempo en estudiar a ese autor que alguien, en un lejano lugar y antes de que él mismo naciera, condenara a muerte por una novela que ninguno de los dos leyó. Desde su pequeñez humillada, Matar siente, teme, sospecha, conjetura y decide que el escritor “es alguien que atacó al islam y su sistema de creencias” y por tanto merece la muerte.
Recuerdo una conferencia que el escritor judío David Grossman leyó hace unos años y que luego publicaría en una recopilación de ensayos (Escribir en la oscuridad. Ed. Debate, 2010). El texto se titula Conocer al otro por dentro y habla de la literatura como forma “de renunciar voluntariamente a lo que me protege del otro, de apartar el muro que me separa del otro, de exponerme sin defensa alguna ante el otro”.
La literatura es “un acto de protesta, de resistencia, incluso de revolución contra ese miedo, contra la tentación de atrincherarme dentro de mí mismo” y una forma de “sentir y comprender, de modo intenso y adulto, la esencia del otro, su derecho a la existencia”.
Grossman entiende que esa experiencia es especialmente importante “para quienes, como nosotros, vivimos en una región que puede calificarse, sin temor a exagerar, de catástrofe. Lo que significa sentirse encerrado física y moralmente. Como si los músculos del cuerpo, tensos y contraídos, estuvieran preparados para recibir un golpe o para huir, sin saber cuándo llegarán el dolor y la humillación, porque de hecho ya estás profundamente inmerso en ellos, en realidad, los creas en tu interior”.
De ahí la necesidad de evitar la sensibilidad, la emoción y la imaginación de la literatura, porque “el que es sensible sufre y por miedo restringimos nuestra vitalidad, nuestro diapasón mental y cognitivo”.
En su sótano, enfrentado a sí mismo y sus demonios, creó Matar su propia zona de catástrofe. Leyendo a Grossman nos acercamos a entender por qué en su oscuridad abisal de aire viciado un libro de literatura pudo parecerle tan insoportablemente peligroso. Tan peligroso como una ventana abierta, como orear la estancia, como la tímida luz de un amanecer que anuncia día de verano. Tan peligro como el roce de otra piel. Tan peligroso como un espejo. l