Tras semanas resistiéndose, Boris Johnson ha terminado por renunciar al cargo de primer ministro británico. Hace unos meses comenté en estas páginas que veía en Johnson a un hombre de carácter narcisista y casi adolescente, caracterizado por un profundo egoísmo personal y por una forma oportunista y utilitaria de entender la política. Me parece que puedo mantenerlo.

Su relación con la verdad ha sido siempre acomodaticia. Bien es sabido que comenzó su carrera en The Times, de donde fue despedido por inventarse citas y datos. Pasó a The Daily Telegraph, donde, aficionado ya al adictivo riesgo de la transgresión, insistió en su poco riguroso estilo de aderezar los reportajes con un punto de chismosa y maledicente fantasía, siempre más atento a la brillantez de una frase, a su resultona efectividad, que a su más o menos estrecha adecuación a la realidad.

Y sin embargo fue ese alocado estilo de mostrarse, más efectista que riguroso, más vistoso que fiable, el que le fue encaminando a la cumbre. Boris ha empleado su innegable inteligencia y la elitista educación que ha recibido más para construir un personaje que para hacer algo con ese personaje una vez construido. El personaje parece haber sido el fin en sí mismo.

Frente al Brexit adoptó las posiciones que más le acercaran al poder, siempre indiferente, como un idiota moral, a las consecuencias de sus actos. Como ministro de Theresa May fue lo más parecido al enemigo en casa, la representación más evidente de una deslealtad burda e interesada.

Boris Johnson quiso ser un Churchill del siglo XXI. Alguien que pasara a la historia y que la escribiera. Pero Churchill acertó en el momento clave remando contra corriente. Boris Johnson hizo lo contrario, equivocarse en cada cruce de caminos que el destino le tendía tomando en cada caso la decisión más cómoda. Ante el Brexit confío en sus prejuicios antieuropeos, seguro como estaba de que la Unión se iba a dividir más pronto que tarde.

De modo que Boris no necesitaba plan de negociación, no necesitaba preparar propuestas, no necesitaba tener criterios sobre los aspectos técnicos que se discutían. Todo eso son tecnicismos, pequeñeces, letra pequeña de la historia que se escribiría a partir de la ruptura de la posición conjunta europea. Entonces aparecería Boris triunfante a recoger la fruta madura caída del árbol.

Pero la Unión Europea mantuvo la posición, los plazos terminaron y el Reino Unido terminó por improvisar salidas en su mayor parte inconsistentes. Cuando la realidad llamó a la puerta con su factura, Boris Johnson hizo lo último que puede esperarse de un político serio: declarar que su país no se sentía concernido por los tratados firmados, por los acuerdos alcanzados, por las firmas estampadas en los documentos oficiales. Por unos meses las autoridades británicas parecían más laxas con el rule of law que la última república bananera o el más desastroso estado fallido.

El costo necesariamente iba a ser muy alto. Pero quedaba la esperanza de que la relación especial con Estados Unidos compensara todos los costes. Podría haber funcionado con Donald Trump en el poder. Quizá. Pero no con un presidente demócrata como Joe Biden que, en estos últimos meses, ha tenido que apostar por la unidad europea y sus alianzas.

Y es que Ucrania regaló a Johnson los pocos minutos de estadista que le hemos visto. Pero la crisis de Occidente con Rusia crea una corriente de fondo que no favorece el destino de las vedettes que van por libre, sino los espacios de gestión coordinada, donde el Reino Unido pesa mucho, sin duda, pero no tanto como para jugar por su cuenta.

Lo de menos es la última mentira que ha colmado el vaso de la paciencia de su partido. Lo importante aquí es despedir a un político populista y estrafalario que, tras una carrera de mentiras, deslealtades e irresponsabilidades, no pasará a la historia más que quizá como una extravagante nota al pie, a la espera de que el Reino Unido encuentre unos liderazgos a la altura de los enormes retos del presente. l