S verano, ya no nos cocemos en el puchero global y, tras los hervores de la pasada semana, tratamos ahora de adivinar rayos de sol en la app del móvil, olvidado que si salen lo harán de entre las nubes. No, el tiempo no se ha vuelto loco, tampoco el planeta, somos algunos bípedos que lo ocupamos los empeñados en trastornarlo con nuestra demencia, esquizofrénicos todos, desde el inquilino del Kremlin a un vecino del sexto. Cuando nuestros dedos clican la digitalización universal y nos transformamos milésima de segundo a milésima de segundo en un mero cúmulo de datos; cuando tratan de introducirnos en la virtualidad, que es apariencia porque ni siquiera existe, y al diccionario me remito; cuando la inteligencia que se despliega es ajena, adulterada la propia por la capacidad de producir artificios que la suplen en el empleo del raciocinio; resulta que cada vez más somos apenas ínfimos repuestos del engranaje que mueve el mundo, esa enorme maquinaria ruidosa que todavía funciona por combustión, la nuestra, igual que se quemaba carbón en los albores de la revolución industrial allá por el XVIII, hace casi tres siglos. Sí, el funcionamiento del mundo chirría, las fuerzas que lo mueven ensucian. O, más exacto, nuestro funcionamiento rechina y las fuerzas que nos mueven lo pringan todo. Y como si de una vieja pieza usada se tratara, lo humano va adquiriendo aspecto de residuo. l