REO que hay pocas cosas en esta vida que tenga menos ganas de ver que un vídeo sexual protagonizado por el actor (o así) Santi Millán. Solo saber que tal cosa existe y, en consecuencia, imaginarme la postal, me provoca un mal cuerpo indecible. Pero quizá soy un tipo raro, porque por lo que leo y escucho, esa parada nupcial de extranjis con una desconocida que ojalá lo siga siendo se está difundiendo a la velocidad de la luz. Y lo mismo en grupos de guasap de gañanes rijosos que, según me cuentan, en cuentas compartidas de madres y padres de ikastola. No dejará de sorprenderme que, casi medio siglo después de las pelis cutresalchicheras del destape, haya peña que se deje llevar por las mismas represiones inguinales.

Luego, claro, está la otra parte, la que para mí es la más grave de verdad. ¿Qué hay en la cabeza de alguien para sentirse autorizado no ya a visionar sino a hacer circular entre jijís y jajás la grabación de un acto sexual de dos personas que, hasta donde sabemos, no han otorgado ni de lejos su permiso para ser pasto de salidillos y pajilleros de ocasión? Doy por hecho que no solo no se plantean el puro que les puede caer por andar repicando las imágenes sino también que se la bufan las posibles consecuencias para quienes intervienen en la pieza. Hay varios casos, y siempre con mujeres como protagonistas, que han acabado en suicidio o, como poco, en tener que hacer las maletas y poner tierra de por medio. Termino añadiendo que no estamos libres de culpa los medios que abordamos la noticia pensando en la cantidad de visitas que obtendremos en nuestras ediciones digitales. Triste sino de los tiempos.