SPAÑA es un país de palmeros, de aplaudidores compulsivos que lo mismo ovacionan a un premio Nobel, o al famosillo de la farándula, o a un rey delincuente, que a una cuadrilla de presuntos violadores que salen libres del cuartelillo. Coincidencia, por cierto, que ocurrió el mismo día de la mariscada borbónica. Se aplaude en las bodas, se aplaude en los entierros y hasta en la defenestración de un político, que entre palmas se cargaron a Pablo Casado. Y así, con esa atávica propensión a ovacionarlo todo, no es extraño que el emérito se pasease por Sanxenxo en olor de multitudes, teniendo en cuenta que en esa localidad de veraneo unos cientos ya eran muchos. Demasiados.

Sin entrar en la desfachatez política, casi podría decir antimonárquica, del comisionista autoexiliado, puede ser interesante examinar la peculiaridad de los palmeros que se arremolinaron en Sanxenxo a limpio aullido patriótico y la de los medios de comunicación que le enaltecieron. Entre el variopinto sector social que vio con tan buenos ojos como inmensas tragaderas de qué manera chuleó el Borbón al personal, podríamos señalar tres clases de palmeros:

1.- Los papanatas presentes en todos los saraos, que aplauden cualquier circunstancia que les saque de su aburrimiento, que se apuntan a hacer bulto y animación en cualquier evento siempre que sea gratis. Los tontainas que se arremolinan y aplauden al paso de cualquier personaje medio famoso, dan saltos y saludan a las cámaras para salir en la tele y ovacionan hasta romperse las manos a cualquier lumbrera que conozcan, mayormente por televisión. Suelen ser, por lo general, gente servil, lameculos y adicta al vasallaje.

2.- Los palmeros por convicción, los que se reconocen monárquicos de toda la vida, de familia incluso. Los herederos de aquellos que al grito de “¡Vivan las caenas!” acogieron encantados el regreso del exilio de Fernando VII, otro Borbón, monarca absolutista que se cargó la Constitución de Cádiz, la más democrática de la historia hasta 1812. De esos es posible que no queden muchos, pero se incrementaron con las masas acríticas de juancarlistas, los encandilados con ese rey tan alto, tan guapo, tan campechano, que tanto hizo por la democracia y por el bienestar de los españoles y que además fue nombrado por el caudillo.

3.- Los oponentes políticos, competidores intolerantes y agresivos que no dejan pasar ni una ocasión para desgastar al Gobierno. A estos les importa una higa lo que haya perpetrado el emérito, pasan por alto sus desmanes financieros o su indecente arrogancia dejándose aclamar en Sanxenxo, y se imponen la consigna de aplaudirle solo porque están convencidos de que su aplauso debilita al bloque que gobierna. Aquí entran, por supuesto, los portavoces de la oposición -derecha extrema y extrema derecha- y sus apéndices mediáticos que se sumaron gozosos a la clá de sanxenxinos aplaudiendo desde los escaños parlamentarios, las tertulias, las columnas y los editoriales. ¿No les gusta el rey Juan Carlos I? Pues ahí lo tienen, por la gracia de Dios, tan garboso, en su fin de semana de regatas y marisco. Viva el rey, viva el orden y la ley.

Bueno, ya ha anunciado el fugado que piensa volver pronto a Sanxenxo. Allá él, y allá ellos, porque con estos paseíllos pintureros la monarquía va a dispararse un tiro en el pie. Como bien dice un colega radiofónico, “este hombre consiguió que su padre no reinara y parece muy capaz de arruinar el reinado de su hijo”. Démosle tiempo. Y aplausos.