A libertad de tomar unas cañas, o evitar encontrarse con alguien que no se desea, como es posible en Madrid, es de agradecer, aunque uno acaricia un concepto de libertad algo más ambicioso. Sin recurrir a lo obvio, esto es a la libertad de expresión, manifestación y a todas esas que la ciudadanía ejerce en la calle, en una tarde recalentada y primaveral, la libertad es algo con un estilo directo y eficazmente expresivo y sugerente. Un estilo que alberga toda una filosofía que no es otra que la del que conjura el absurdo de la vida y el horror de la muerte con una especie de embriaguez sustentada en la audacia y el riesgo.

Toda existencia que no contenga un gramo locura carece de valor y de sentido, pues la libertad no puede adaptarse a la apatía habitual y al aburrimiento de la vida cotidiana. Su dinámica interior sólo alcanza la plenitud en un clima de inquietud constante del que la certidumbre está definitivamente desterrada. Necesita la interiorización permanente de una experiencia vital en la que la vida y la muerte se hallen indisolublemente unidas. No es posible escapar al irremediable destino que representa la muerte, por lo que el tiempo es el mejor aliado de la libertad. Y el tiempo obviamente vuela sin detenerse. Y si no hay salvación, que revienten en este mundo sus estúpidos corsés. Libertad, sí, pero radicalmente distinta. Una libertad henchida de una magia palpable y hecha de resonancias épicas e intuiciones subversivas e iconoclastas. La muerte es la única fatalidad ineludible que puede esperarse, y desafiarla es la única realidad vital, fascinante y plena de lirismo, en la medida que la colma de una emotiva y adrenalínica tensión interior. Si bien la libertad se define como la condición de decidir y actuar por uno mismo, sin coacciones y sin presiones que lo impidan, suscita la duda de si en la práctica es posible. Jean Paul Sartre afirma no solo que el ser humano es libre, sino que está condenado a serlo, ya que nada existe que prefigure o defina su conducta, por lo que solo depende de sus propias elecciones. Miguel de Unamuno, sin embargo, plantea una cuestión metafísica en su novela Niebla, en la que deja claro que es el autor o creador el que decide el destino de los personajes.

Lo cierto es que, deseada, necesitada y tantas veces reclamada, la libertad se halla por doquier asfixiada, bien por férreas dictaduras, por teocracias fundamentalistas, por la pobreza, o por el mercado neoliberal, capaz de esclavizar el cuerpo de las mujeres mediante la prostitución o los vientres de alquiler. La libertad es imprescindible para tener una vida digna, necesaria para ser felices, inexcusable para prosperar y progresar, pero, pese a ello, la historia pasada y presente de la humanidad nos muestra que la libertad ha sido y es aplastada en infinidad de ocasiones. No es lo mismo, obviamente, la libertad sexual o la libertad consumista, que la libertad sociopolítica, propia de las democracias occidentales, que garantizan los derechos y libertades ciudadanas. Aunque en estas sociedades, el capitalismo neoliberal, dejado a su libre juego devorador y estúpido, puede llegar a despedazar la vida, a ensombrecer la democracia y a devorar la libertad con un apetito difícil de prever y frenar. En fin, en esta sociedad crispada, polarizada y desinformada ya no se respira aquel tornado de libertad y democracia, aquel ventarrón de pueblo oreado de hace unos años. En los años ochenta, España era casi una fiesta. Mientras Felipe González nos metió en la OTAN, aunque no de entrada, el tenor Alfredo Kraus interpretaba a Donizetti en el Teatro Real, el alcalde Enrique Tierno Galván animaba a los rockeros a disfrutar de la fiesta, el papa Juan Pablo II visitaba la Villa y Corte en su Seat Panda tuneado, Francisco Umbral acudía al Café Gijón a vender su libro mientras Alaska, Pedro Almodóvar, sus chicas al borde de un ataque de nervios y Ramoncín, que venía de Vallecas con olor de cuero negro y albérchigo pisado, acudían al Museo Chicote a deleitarse con sus espirituosos cócteles. Y bajo el cielo nocturno de Madrid, Joaquín Sabina conquistaba Malasaña mientras que por tierras vascas, Mikel Laboa cantaba a la libertad con su Txoria txori. Entre tanto, El País se convertía en el ABC de la progresía periodística mientras Louis Vuitton o Carolina Herrera se asentaban en los barrios más distinguidos y elegantes, división que tenía algo de remembranza de las dos Españas machadianas. Ahora, en España se escucha el ruido de la ultraderecha, que no cesa en lanzar sus interjecciones de inconfundible cuño tardofranquista. Vamos, que se aprecia una cierta involución del sentimiento democrático. l

* Médico-Psiquiatra-Psicoanalista