AS elecciones presidenciales francesas reproducen un pulso que se está volviendo tradicional por su propia configuración en dos vueltas. La primera es liderada por el favorito y la segunda le confronta con una opción más bien volcada a uno de los extremos: izquierdo o derecho. Fundamentalmente derecho, la verdad. Así un Emmanuel Macron cuyo proceso de construcción como gran líder europeo no acaba de arrancar acaba siendo la alternativa al mal mayor que sería Marine Le Pen. Es un fenómeno curioso, que en el Estado ha explotado también Pedro Sánchez respecto a la derecha más dogmática y que le ha servido hasta la fecha para no necesitar acertar con su gestión y fiarlo al efecto disuasorio de su alternativa.

En cierto modo, la democracia está derivando en un modelo de renting de políticos como lo hacemos con los coches. Se elige un modelo para liderar las iniciativas públicas y poder olvidarnos de ellas durante cuatro años -ni seguro, ni mantenimiento-; al final del período, solemos reproducir el sistema para otro ciclo porque es difícil salir del círculo de alquiler del político. O, lo que es peor, es él quien sabe que no tiene el liderazgo en propiedad y maniobra en plazos cada vez más cortos en función de lo inmediato, sin políticas de calado, como un mero gestor del statu quo.

Como en el renting, pesa demasiadas veces más la necesidad de cumplir el plazo comprometido porque, de no hacerlo, se afronta un pago extraordinario, se queda uno sin coche y la inversión anterior se pierde.

Esa percepción ha favorecido la consolidación de eso que llaman política líquida, que viene a ser aterrizar en la gestión pública como si uno la tuviera en usufructo pero supiera que tiene que hacer rugir el motor para hacerse notar antes de que lo cambien. Casado, Iglesias, Rivera y lo que vendrá en sus matrices y sus sucursales, han sido políticos de renting. Pero la gestión del bienestar colectivo requiere otro fondo.