I siquiera Agatha Christie, literariamente certera en desentrañar formas dispares de muerte, se atrevió a definir la vida por oposición a esta. "La vida es una calle de sentido único", dijo sin decir lo que siempre espera al final del empedrado. Porque, sí, la vida está llena de piedras. Y acaba mal. Irremediablemente. Solo que contarlo así, desde el pesimismo del optimista bien informado, es darse en la cabeza con otro adoquín, lo que antes o después contribuye a que cualquier trayecto vital doble la esquina. Así que los humanos, si se nos puede llamar así, hemos utilizado siempre como mecanismo de defensa la ignorancia, en su doble dimensión de desconocimiento e inconsciencia. Y ahora que en esta sociedad hipermacroultradesinformada está mal visto desconocer y fingimos enterarnos de todo, echamos mano de la infinita carga anestésica de la insensatez. Somos capaces de hacer como que la violencia solo es ajena, como que el coronavirus mata menos de lo que mata, como que la guerra no está a las afueras y no de Kiev, como que Putin no era Putin y Vox y los que son como Vox no son lo que es Vox, como que nuestros salarios aguantarán el IPC que les echen, como que la crisis mantenida desde 2008 es pasajera, como que la crispación supurada por la sociedad no aumenta día a día... Como que la vida de este primer cuarto de siglo no la hubiera vivido ya aquel primer cuarto del anterior que acabó en tránsito a otra vida, en muerte; que aunque no lo digamos es como acaban todas las vidas.