NO parece previsible que Vladimir Putin quiera arrasar Ucrania para hacerse una dacha y plantar berzas. En consecuencia, no es probable que se proclame príncipe regente pero sí resulta obvio que entre los objetivos de su intervención militar está imponer un cambio de gobierno en el país. Putin quiere un subalterno donde hoy existe un disidente a su proyecto de restaurar la grandeza imperial de Rusia. Lo tiene en Bielorrusia, con Lukashenko, y en Kazajistán, con Tokayev. Ambos acosados por su propia contestación interna y ambos sostenidos por el latente poder militar de Moscú y por el despliegue directo de sus tropas, cuando ha sido preciso.

Putin tenía en Ucrania a Yanukovich haciendo esa función y su derrocamiento fue la espita que abrió la caja de Pandora sobre el país. El presidente Zelensky es a la vez un antagonista y un traidor a sus ojos porque responde a la corriente ciudadana que busca amparo en la Unión Europea y la OTAN frente al abrazo del oso ruso.

La proximidad de la alianza militar occidental no es tanto una amenaza para la integridad de Rusia como un freno a su capacidad de seguir influyendo en el cinturón de repúblicas exsoviéticas del que se rodea. Si la Alianza ya le hace tenaza en el Báltico por Estonia, Letonia y Lituania, la entrada de Ucrania le dejaría en desventaja en el Mar Negro y, con él, en el Mediterráneo. La OTAN no es una amenaza militar sino un freno a su influencia estratégica sobre Europa. Lo acredita el hecho de que más expuesta está su frontera con China pero su margen de influencia en Asia hace tapón en Afganistán, de doloroso recuerdo para él. Es Europa su campo de batalla geoestratégico y poner a un hombre a su sombra en Kiev es un gesto de fuerza. Pero hacerlo le obligará a sostenerlo por la fuerza como a Lukashenko y a Tokayev, frente a la oposición interna. Putin es un militarista, no un estadista.