Para haber sido, como dicen los que les conocen, amigos desde su infancia política, Ayuso y Casado se conocen bastante poco. Parece como si la presidenta de Madrid esperaba que el del PP se dejaría comer el bocadillo sin levantar la voz mientras abiertamente construía la taifa desde la que acaparaba un poder cada vez menos autonómico. Y como si el líder de la oposición creyera que la mujer que hizo de la libertad para tomar cañas una catapulta electoral se iba a marchar en silencio a la primera acusación de nepotismo.

Ninguno de los dos está dispuesto a ser el manso de la historia ni para arrastrar ni para dejarse arrastrar a toriles con la testuz gacha. Visto desde fuera, este arrojarse lenguas de fuego solo puede acabar en la misma pira en la que arde estos días el PP y de la que ambos van a salir achicharrados, con independencia de qué ataúd desfile primero.

Lo más significativo de todo es el modo en que las acusaciones que se cruzan se convierten en confesiones implícitas.

Casado niega que se haya investigado al entorno de Ayuso pero avala una información que parecería difícil obtener sin haberla investigado. Además, el señalado como ejecutor de la operación -Ángel Carromero- dimite, seguramente porque no tiene nada que ver con el asunto -por si no se notaba, esto era sarcasmo-. Mientras, la presidenta madrileña rechaza que haya una trama de nepotismo o tráfico de influencias pero sí que su hermano ha cobrado 55.000 euros por intermediar en la compra de mascarillas. Como sigan defendiéndose así, se van a ahorcar con su propia soga. Lo ha captado a la primera Núñez Feijóo, que lleva años cuidándose de encarnar al líder que su partido desearía, porque la toxicidad de la Villa y Corte quema al suyo, no te digo al ajeno.

"... y aún arde Madrid en mi memoria", cantaba la banda de Hortaleza Porretas. Eran otros tiempos. ¿Eran otros tiempos?