N esta semana se suelen hacer resúmenes del año que cerramos ya. Cierto que, desde que llegó la pandemia, todo ha quedado opacado o deslucido; hasta el paso del tiempo ha perdido cierto sentido y noticias de hoy nos parecen antiguas o repetidas. Como columnista me veía un poco en el deber, como otros años, de recordar cosas chulas y sorprendentes que antes no sabíamos. Pero con la cobertura de azúcar que ha tenido el mundo la semana pasada (nunca sufrimos navidades tan peligrosas para las personas con diabetes moral como estas últimas) se me hace imposible el ejercicio buenista de alabar la ciencia que acaba de lanzar un telescopio impresionante; que llevamos un año encontrando un Marte que de alguna manera parece más cercano; que se usan inteligencias artificiales para avanzar y sobre todo mejorar el conocimiento en áreas donde parecía imposible encontrar una solución; que la sensibilización ante los graves problemas económicos y ambientales (que son la misma cosa si se mira correctamente) todavía nos permitiría sobrevivir como civilización si actuamos cuanto antes.

Pero este es una vez más un año de barbarie consolidada en ese asqueroso odio contra los derechos de las personas, contra las libertades, contra la crítica a la avidez capitalista que es causa de todos los males causables. Cada vez que se avanza en un derecho humano sale una legión vociferante y mentirosa a provocar el caos o la contrarreforma. Lo peor del año es que todavía no hemos conseguido parar a ese ejército reaccionario que en las redes y los medios tiene un altavoz impune que usan mientras además se reclaman discriminados. Lo peor del año ha sido tener que pasar tanto tiempo explicando que es mejor no leer ni escuchar a esos tipejos sino acompañar a sus víctimas, mujeres, inmigrantes, desposeídas, el mundo que lucha por sobrevivir.