L partido presenciado ayer también se le podría etiquetar de clásico. Del Athletic, se entiende. Y es que derrotas de este cariz, inesperadas porque en realidad se agolpan los motivos para confiar o suponer que no se producirán, tienen lugar en San Mamés cada temporada. Como si de una condena o una maldición se tratase, siempre hay un día, a veces más, en que a los rojiblancos les pillan desprevenidos, dormidos o excesivamente seguros de sí mismos. Resulta difícil buscar el origen de actuaciones con un rendimiento a todas luces inferior a lo normal y con el denominador común de un contrario apurado, inquilino de la zona baja de la clasificación y, lógicamente, en posesión de argumentos limitados. Anoche fue el Cádiz, que además repetía hazaña, si bien sin la épica de trece meses, atrás cuando obtuvo idéntico marcador pese a terminar con nueve hombres sobre el césped.

Se daba por supuesto que al Athletic le aguardaba una misión asequible, áspera pero a su alcance al amparo de lo visto en las citas más recientes. Quien más quien menos hacía sus cálculos en clave optimista. Después de un triunfo y dos empates que supieron a poco, especialmente el registrado en la visita al Espanyol, así como la forma en que apuró sus opciones en el adverso contexto que presidió el derbi de Anoeta, era la oportunidad de redondear el balance con tres puntos más. Hubiesen sido ocho sobre doce, pero finalmente el equipo de Marcelino debe conformarse con cinco nada más. Ahora las cuentas no salen. El tropiezo altera las sensaciones, interrumpe una inercia que se presumía sólida y sobre la que se construía una expectativa feliz. La proyección se transforma en interrogante y no exclusivamente por el marcador.

El revés viene a ser la consecuencia de un cúmulo de deficiencias que arruina la renovada imagen del conjunto. Desde la caraja en el arranque hasta la impotencia del último tramo, pasando por un ejercicio de vulgaridad que bordeó la incompetencia. Prácticamente nada le salió bien al Athletic, claro que con lo que puso de su parte era mucho pretender otro escenario. Ni siquiera cabe el recurso de echarle la culpa al viento sur. Ambiente desapacible, la grada con ganas de empujar y abajo un grupo desnortado, sin criterio para leer el juego, previsible hasta la exasperación. Apenas resaltó el ingenio de Sancet en acciones sueltas y el tesón de Lekue, que él solo empuja como once.

Alguien, quizá muchos, se acordaron de Vencedor, nueva víctima de la pandemia de indisposiciones que se traduce en una baja por jornada. Añorar al ausente es lo habitual en estos casos, pero cómo obviar que el Athletic malgastó gran parte de sus probabilidades a causa de la nefasta salida de pelota que en comandita se montaron centrales y centrocampistas. Por ahí halló el Cádiz enormes facilidades para optimizar su trabajo de contención, así como para gozar de dos o tres llegadas francas para sentenciar en el primer acto, circunstancia que sin duda multiplicó la inseguridad y el nerviosismo en el anfitrión.

Para calificar la labor de los hombres sobre quienes recae la responsabilidad de desequilibrar, viene al pelo el término inoperancia. Muniain se perdió en la espesura, convencido de que la solución le pertenece. De sus botas salieron incontables pérdidas, decisiones erróneas que lastraron a los demás, de nuevo demasiado pendientes del capitán. Lo de Berenguer se sintetiza rápido: no está. Hasta Marcelino lo vio y tomó cartas en el asunto antes del descanso, pero la salida del menor de los Williams (el mayor, otro que no se enteró de la fiesta) y de Raúl García trajo una agitación relativa, impulsada por la necesidad e insuficiente para desequilibrar la concienzuda oposición de los chicos de Álvaro Cervera, aferrados a la ventaja y dispuestos a fajarse contra cualquiera que osase penetrar en su estructura, que tampoco es que fuese un dechado de solidez, empezando por la heterodoxia de Ledesma.

Así todo, el Cádiz asumió riesgos porque fue cediendo metros a partir de la hora. Una invitación al abordaje siquiera por vía aérea que el Athletic solo rentabilizó con remates forzados. Serrano exigió al portero en una volea sin ángulo y punto. Las buenas intenciones, la precisión y la fluidez no asomaron bajo el aguacero. La grada estuvo en su sitio, pero el balón lo manejan los que van de corto, empeñados ayer en brindar su clásico.