E encuentro algo desarmado, en lo formal y en lo metafórico. Nunca he sido amigo de las armas, ni siquiera para practicar ningún tipo de caza. Las armas blancas siempre me han parecido rojas o negras: rojas del color encendido de la sangre o negras y tristes del color del luto y de la muerte. Cuando aún no tenía fuerza, ni edad, para hacer la Revolución, me consideraba un revolucionario capaz de dar la vuelta a la injusta realidad para convertir las vidas de todos en trámites halagüeños que nos llevaran a la felicidad. En aquel tiempo, quienes sufrían los dolorosos avatares de la vida eran mis antepasados, principalmente mis padres, un hombre y una mujer humildes que vivían de su trabajo y de sus labores. A sus treinta y tantos años ya habían pasado por esa época juvenil y atrevida por la que yo estaba pasando, habían querido cambiar el mundo y variar sus vidas porque, a pesar de que no se morían de hambre, no conocían ni la suficiencia ni la abundancia ni la opulencia. Pero vivían con suficiente dosis de alegría porque tenían tres hijos a los que ponían en el centro de sus pretensiones e ilusiones.

Y desperté de pronto, auspiciado por aquellos dos viejillos diligentes, que habían vivido y sufrido la guerra y habían sido vapuleados por aquella contienda injusta, -como lo son todas las guerras-, que solo obedeció al deseo caprichoso de un malvado lunático al que no le asistían otras ideas ni ilusiones que las que le convirtieran en jefe y caudillo de todo y de todos. Cuando comencé a rondar por las calles me asaltaron las ilusiones, las inquietudes y las dudas y, mientras mi padre se esforzaba en ganar cuanto más, y mi madre en gastar cuanto menos, a mí me asaltaron los deseos propios de la inexperiencia y la ansiedad prematuras, que nos asaltan cuando aún el futuro no se muestra agobiante. Mi padre me contaba sus andanzas en la Guerra Civil, y su estancia obligada en la cárcel, amenazado por un veredicto de "pena de muerte" que se quedó en tres años y convirtió su fogosidad en deseo de supervivencia. Yo siempre me preguntaba cómo había sido posible que alguien tan decidido y valeroso, valiente e indómito, como mi padre, hubiera perdido la guerra, entre otras cosas porque conocía a algunos de los que habían ganado aquella guerra, y me parecían amanerados, siempre muy peripuestos y flojos de estructura humana. En cambio, mi padre era fuerte, tirando a bruto, poco discreto cuando se expresaba, de modo que a pesar de pertenecer al grupo de los derrotados siempre me pareció un triunfador. De ese modo fue para mí un ejemplo de valentía que había sido capaz de convertir su vida en un ejemplo.

¿Y mi madre? Una mujer de aquel tiempo, discreta y siempre al servicio de alguien o de algo: de su marido al que amaba, de sus hijos a los que educaba con la sana intención de hacer que el Mundo fuera mejor y menos injusto, de todos los demás que la acompañaban a vivir, poco a poco, resolviendo entuertos y colaborando para que todo fuera más racional y menos violento. Mi madre era muy parecida a todas las madres de los tiempos de mi infancia, una mujer que había tardado demasiado tiempo en echarse un novio al que abrazar para siempre, porque las vidas eran muy complejas, los jóvenes aún sufrían las consecuencias de la Guerra y las carencias no facilitaban las relaciones que conducen al amor del matrimonio. Eso sí, humilde, a la que quizás le importaban poco las heroicidades de mi padre en aquella guerra en la que fue derrotado y humillado. Ella sabía que sus funciones eran otras, ni los relatos heroicos ni regodearse en los acontecimientos honorables y grandiosos que relatan los guerreros en sus hazañas bélicas. Ella hablaba poco de la guerra, aunque narraba acontecimientos puntuales que incitaban a la curiosidad. Suavizaba la gravedad que acompañaba a las historias, -quizá historietas-, de mi padre.

Y allí, en aquel ambiente inicié yo mi formación política, incluso mi iniciación ideológica, para la que la aventura fatídica del franquismo, habiendo actuado como detonante, apenas me había servido para saber qué era lo que nunca debía volver a ocurrir. Nunca sentí la necesidad de vengarme. Ni los sufrimientos de mi padre, que había guerreado en el bando de los perdedores y había recibido como recompensa una epilepsia que le acompañó hasta morir, me influyeron para hacerme vengativo. Mi padre tenía una ideología -o quizás no la tenía demasiado arraigada, pero estaba adscrito al nacionalismo- y la convertía en acción directa, en voz que llevaba por todos los lados para denunciar que aquella guerra, y su posguerra, habían producido tanta injusticia como miseria. No usaba términos académicos, ni era rico en vocabulario, pero se hacía entender poniendo mucho más énfasis en las palabras que delicadeza. A mí siempre me pareció más importante el fondo que la forma en las expresiones de mi padre. Y colmó el vaso el relato de su estancia en la cárcel del Puerto de Santa María, en Cádiz, en donde había compartido tiempo y castigo con otros presos, de otras nacionalidades, a los que él les concedía condecoraciones virtuales según fueran sus cualidades. En ese aspecto los presos rusos formaban parte de su elenco de elegidos, pues de ellos había recibido los conocimientos de álgebra y trigonometría, básicos sin duda, que a partir de su salida del penal solo le habían servido para hacerse el chulo y presumir de sabio entre los vecinos de la barriada, o ante nosotros sus hijos, hasta que tales conocimientos resultaron obsoletos y ya solo sirvieron para que mi padre los convirtiera en una cantinela seleccionada para enriquecer su currículo.

Aquella época me marcó. Cada vivencia me enriqueció. Cada día me sentía más sabio que el día anterior. De modo que aprender se convirtió en un ejercicio valiosísimo para mí, pues la sabiduría requiere de un aprendizaje responsable, y es más importante el para qué que el qué, aunque ambos vayan unidos. La principal enseñanza de aquel tiempo no fue de carácter político sino ideológica y ética. Hoy echo de menos que las adscripciones partidistas no estén supeditadas, como entonces, a idearios ni creencias políticas o sociales. Nuestros líderes políticos esgrimen estrategias, improvisan medidas y se empeñan en un único objetivo: la conquista del poder para convertir el gobierno en un instrumento a su servicio. Los ideólogos se han echado a un lado para que los estrategas, en cualquier tendencia, se conviertan en guías de la colectividad. El socialismo aún permanece, tímidamente, después de que no sean posibles el comunismo ni el anarquismo. Los nacionalismos, salvo alguna honrosa excepción, se han empeñado en predicar separatismos de escasa entidad mucho más insolidarios que comprometidos. Izquierda y derecha son términos difíciles de ubicar y de delimitar. Y los nombres de las formaciones políticas las delatan como oportunistas. (Ciudadanos, Podemos, Acción, Regionalista, etc.)

A veces es bueno hacer balance y revisar las vivencias que nos han dejado huella. El insigne socialista vasco Ramón Rubial, de quien aprendí, a la vez que de mis padres, a ser persona, y socialista, me dijo un día que la ideología social y política debe generarse, y enriquecerse, del mismo modo que beben el agua las gallinas: se sumerge el pico en el agua y, tras haberle llenado, se levanta la cabeza para mirar a los cielos y reflexionar. Por eso proclamaba que toda Revolución solo sería posible, útil y duradera si se hacía por medio del Boletín Oficial del Estado: posible y eficaz. De modo que lo demás, tendrá pocas probabilidades de triunfar y prevalecer.

Vivimos tiempos de sequedad y, sobre todo, de incertidumbre. Nuestros gobernantes e ideólogos gastan su tiempo en propiciar equilibrios en los que a ellos les están destinados los lugares de privilegio. Ahí, en esos lugares privilegiados, muestran altaneros su triunfo, pero se olvidan de hacer el pertinente balance, que será positivo y valioso si alcanza a todos los ciudadanos y no solo a los de una clase social o económica: a todos a la vez. La verdad es que la democracia actual está resultando ser una especie de engañifla, y quienes la administran e impulsan, más oportunistas que decisivos.