A realidad es que las lecturas son para cualquier tiempo, y el tiempo es un valor que nos iguala -veinticuatro horas cada día- y del que disponemos todo el año. Pocos son los que no encuentran el momento para dedicarse a alguna actividad que le resulta verdaderamente placentera.

Las cifras millonarias de lo que gastamos en ocio indican que el problema principal no siempre son las ocupaciones laborales. Es verdad que en esta sociedad tremendamente frenética, estarse quieto un buen rato con un libro entre las manos, desazona a más de uno con solo pensar en ello. Lo que sí tiene el verano es el marco incomparable de las vacaciones como el escenario perfecto para recuperar lecturas aparcadas aunque solo sea por la necesidad biológica de cambiar el chip mental de lo cotidiano.

Pero, como en todo, no hay que pasarse, que adictos haylos también a la lectura. El ejemplo extremo le ocurrió a Plinio el Viejo, el sabio romano que murió cuando la erupción del Vesubio por no poder huir al haber pasado casi treinta años de su vida sin caminar porque no paraba de leer ni un minuto, incluso en sus trayectos, en los que se hacía portear en silla de manos para seguir leyendo. Así que falleció en cuanto se vio envuelto por los gases y la ceniza que borró la ciudad de Pompeya.

La lectura es, entre otras cosas, la única forma de viajar no solo a otros espacios, sino también a otras épocas y explorar nuevas experiencias sin necesidad de invertir tiempo en desplazamientos ni limitarse por otras cortapisas. Hay libros que nos han hecho volar lejos, viajar a través del mundo, escapar de nuestro mal momento. Leer nos tonifica con alguna propiedad similar al efecto de las endorfinas que activamos con el ejercicio físico.

Ya lo comentó Joseph Adisson en el siglo XVII: la lectura es para la mente lo que el ejercicio es para el cuerpo. Es cierto: con los buenos libros se pueden vivir vidas plenas, aprender, moldear nuestros sentimientos y disfrutar con la inteligencia a pleno rendimiento, como lo demuestra la ciencia:

El Museo de Historia Natural de Londres alberga una exposición sobre el cerebro humano. En una de las salas se muestra una reproducción de un cerebro a gran escala. Y cada zona cerebral que entra en actividad según la tarea que se le encomiende, está marcada por unos focos que iluminan la zona del cerebro que activamos desde la inteligencia. En total, cincuenta y nueve zonas están señaladas en un panel con un botón para señalar cualquiera de ellas, de manera interactiva.

Las conclusiones se comentan por sí solas: apretando el botón de escuchar música se activan cuarenta y dos zonas cerebrales. En cambio, ver un programa de televisión, solo cinco. Pero si pulsamos la lectura de textos literarios, oh sorpresa, se encienden la totalidad de luces, o lo que es lo mismo, que el cerebro humano trabaja en su totalidad a pleno rendimiento en cuanto nos sumergimos en la lectura.

Cuánta soledad y desazón han sido mitigadas en esta pandemia gracias a un libro que promete entre las manos. Cuántas horas estupendas del verano se están llenando con buenos libros. Ahora tenemos al alcance incluso la posibilidad de escuchar libros (por ejemplo, en el coche mientras conducimos), algo que ya inventó Borges cuando se quedó ciego y se conformaba con que le leyeran textos literarios e históricos sentado en una butaca disfrutando casi lo mismo. En esto, él era de buen conformar.

La cultura resiste ¿Por qué existen tantas llamadas y reivindicaciones de la cultura en general, de los libros, el cine y la música, el teatro y los museos? Porque todo ello nos permite disfrutar y a la vez desarrollar el juicio crítico, facilita que maduremos y nos reconforta.

Si escuchamos música en un día luminoso, nos llena de la mejor sensibilidad espiritual. Y si lo hacemos tras una jornada difícil, la música nos suaviza el alma y alienta a seguir adelante. La literatura de evasión y los ensayos, cada cual en su contexto, ayudan a contrastar opiniones y sentimientos en un incesante diálogo con el autor o ensayista de turno.

Ya hemos visto que leer activa todas las zonas del cerebro, nos hace más cultos, más reflexivos; y sobre todo más humanos. Sin olvidar que nos protege de la saturación informativa on line que agarrota los sentidos. Y siempre habrá un libro que nos espera.