EL diccionario de la RAE define "estadista" como "persona de gran saber y experiencia en los asuntos del Estado", pero debería añadir "con altura de miras y anteponiendo el bien común al meramente partidista".

Hace unos días nos dejó uno de los últimos, Fernando Morán. Antes, Rubalcaba. Y dentro de unos días se cumple el primer aniversario de Arzalluz. Y antes, Tierno, Fraga, Carrillo o Suárez. Quizás el último que quede sea Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. Gentes de mucha altura intelectual, respetadas incluso por sus contrincantes, que dejaron la actividad política a un nivel muy elevado.

Pero en esta reflexión-homenaje a todos ellos quiero hacer mención especial a uno, ya que hoy, 2 de marzo, se cumplen nueve años de la pérdida de un gran político, también un gran amigo: Enrique Curiel, figura clave para entender la historia reciente, escrita con su lucha antifranquista, su militancia en el PCE primero y en el PSOE hasta su muerte, pero tratado injustamente en ambos, como suele pasar con las gentes brillantes, dialogantes y libres.

Era un político de los que ya no se ven: inteligente, reflexivo, honesto, dialogante, de izquierdas de los de verdad, pero sobre todo era una excelente persona repleta de humanidad, de sentido común. Alguien que fue capaz en su muerte de juntar en su glosario a gentes tan diversas como Beiras, Zabaleta, Barrena, Benegas o Elorza; quienes vivieron en primera persona su esfuerzo para aportar soluciones para España, Euskadi, Galizia o Catalunya. Y es de resaltar especialmente ese trabajo a favor de la paz, del diálogo entre diferentes, incluso entre muy diferentes, como vía de entendimiento y por tanto de solución de conflictos. Y es preciso dejar constancia de ese esfuerzo, que espero sea reconocido algún día por quienes desde los diferentes lugares de la política tienen obligación de hacerlo. Porque siempre se esforzó en construir puentes por los que transitar y comunicarnos.

Precisamente aportó al lenguaje político ideas novedosas expresadas con palabras certeras: "Casa común de la izquierda", "construir puentes por los que comunicarnos", "dialogar incluso con los muy diferentes", "tensiones centro-periferia", o "España como nación de naciones". Y dejó especialmente sus numerosos escritos sobre el "problema vasco", también sobre el "problema catalán", realizados con lucidez, audacia (no siempre comprendida) y generosidad, mucha generosidad, esa que tanto necesitamos. Hoy sería feliz observando el momento actual y, probablemente, seguiría batallando por la convivencia entre España y Catalunya.

Durante esos 25 años se empeñó en un final del conflicto vasco sin vencedores ni vencidos, consciente también de que lo más difícil sería la reconciliación desde el perdón, la reparación y la generosidad. Lo que vale también para el conflicto catalán.

Enrique aprendió a conocer y respetar estas tierras, sus costumbres, su gastronomía, sus fiestas y sobre todo a su gente. Se convirtió en un embajador que didácticamente intentaba explicar allí por donde iba el llamado "conflicto vasco". En especial desde su militancia socialista y en su trabajo como profesor de la Facultad de Políticas de Madrid.

También Catalunya le preocupó en un momento en el que ya comenzaba la deriva del PP al presentar su recurso contra el Estatut ante el TC. Y abogaba por buscar soluciones definitivas a las tensiones centro-periferia heredadas de una transición en la que él fue protagonista desde su puesto de vicesecretario del PCE.

Ya entonces defendía abrir un nuevo proceso constituyente que nos llevara a un Estado Federal Plurinacional, así como buscar encaje legal para algo que le parecía vital: el derecho a decidir. Fue un adelantado que tuvo que sufrir en consecuencia incomprensiones y desdenes, especialmente en su etapa de militancia socialista.

Gallego de nacimiento, madrileño de vivencia, vasco de adopción y catalán de análisis. Esas cuatro realidades le hicieron más comprensivo, sensato, mucho más que quien escribe estas líneas a quien achacó innumerables veces su actitud lenguaraz y libertaria. Ha sido la persona con quien más he discutido en mi larga vida, pero en esos debates, no siempre confluyentes, se fue fraguando una amistad inquebrantable.

Hoy estaría feliz por la disolución definitiva de ETA, discreparía de la parálisis del Estado en el tema de los presos vascos y catalanes, apostaría en el caso de los primeros por su acercamiento; se posicionaría contra la judicialización de la política, o de que gentes como Junqueras estuvieran en la cárcel. Porque Enrique pertenecía a una estirpe de políticos de otra época.

Hoy, cuando todo dice que nos vamos quedando sin estadistas y nuestra política se devalúa poblada de chiripitifláuticos que hoy dicen negro, mañana blanco y pasado quizás gris, sin ningún sentido de Estado, más pendientes de las encuestas y de los técnicos de marketing, es preciso reivindicar tu legado, Enrique, para clamar por el reconocimiento de una inmensa labor a favor de la paz y la convivencia entre las diferentes naciones que conforman este país complejo. Nueve años después, esa bandera sigue y seguirá alzada. * Exparlamentario y concejal del PSN-PSOE