SOY consciente de la escasa empatía de la ciudadanía para con el funcionariado, aunque paradójicamente cada vez exigen más servicios a las administraciones, y de que la gestión de personal en estas, no interesa lo más mínimo a los políticos profesionales. Seguramente porque, al contrario de lo que ocurre con las obras, norias, los mercadillos navideños con sus luces o las esculturas insulares, nunca merecerán una fotografía en la portada de los periódicos.

Entre los años 1825 y 1827, se pergeñó por parte de un tal López Ballesteros, el primer intento de organizar la función pública con base en su profesionalización y la exigencia de unos conocimientos previos, junto con un diseño de carrera profesional, que influiría decisivamente en el Estatuto de Bravo Murillo de 1852 que estableció las categorías de empleados públicos, los mecanismos de ingreso y ascenso, aunque no se contemplaba la estabilidad en el empleo. Eran tiempos de caciquismo y redes clientelares. Los funcionarios eran elegidos por el partido ganador entre sus partidarios. La salida del gobierno de un partido suponía la renovación de todo el funcionariado. Un desastre. Habría que esperar al Estatuto de Maura en 1918 para introducir la inamovilidad como forma de garantizar su neutralidad, imparcialidad e independencia frente a cualquier influencia de intereses partidistas. Además, introdujo las oposiciones para el acceso a la función pública y el dudoso criterio de la antigüedad para los ascensos. Luego se han sucedido numerosas leyes, con sus correspondientes trampas.

Una muy habitual en algunas ciudades es la de los contratos laborales: cada vez que uno de los dos partidos mayoritarios alcanza la alcaldía, coloca a un contingente de los suyos mediante un contrato. Pasados unos meses, se demuestra ante la justicia que los contratados realizaban funciones estructurales propias de los funcionarios y automáticamente, por sentencia, les convierten en funcionarios. Un escándalo.

En otros lugares, incluida Euskal Herria, porque aquí no se advierte hecho diferencial alguno, las plazas de funcionarios vacantes en lugar de salir anualmente a concurso público como sería preceptivo, se cubren mediante interinos que, generalmente, han accedido a una bolsa de empleo por mérito y capacidad, pero no se convocan ofertas públicas de empleo.

Para entendernos, el funcionario interino es el que sustituye al titular de una plaza por necesidad o urgencia, ¿urgencias que duran doce años? Los criterios que marca la política comunitaria, Directiva 1999/10, establecen hasta un máximo del 8% de interinos sobre el total de la plantilla, pero se han retorcido intencionadamente estos criterios hasta conseguir que tengamos ayuntamientos con mucho más que la mitad de sus plantillas, cubiertas por eventuales.

El abuso por parte de los gestores de las administraciones, los políticos, ha provocado, además, el envejecimiento de una plantilla mayoritariamente femenina con una edad de difícil reinserción laboral. Hay interinos que llevan quince años en esa situación, otros incluso han alcanzado la jubilación, algo impensable en una empresa privada en la que un trabajador pasa a ser fijo generalmente a los dos años de contratado.

La deriva neoliberal que algunos grupos políticos critican en público con dureza, una de cuyas premisas es la precarización del empleo, alcanza también a todos los ámbitos de la función pública y con los mismos objetivos.

La precarización del empleo en la administración tiene su explicación. El funcionariado interino no tiene derecho a ascender, ni a excedencia, ni puede solicitar un traslado de localidad o de dependencia, percibe menos sueldo o, muy importante, pueden despedirle gratuitamente. Es un empleado público de usar y tirar, sujeto fácil de presiones que, en ocasiones, encubre prevaricaciones varias que el funcionario de carrera jamás ampararía. Existen infinidad de ejemplos. Y a más temporalidad, más abusos por parte del empleador. El Reino de España es el estado europeo con mayor porcentaje de empleados del sector público interinos, casi 850.000.

Hace unos meses, un recién creado sindicato de funcionarios interinos ganó las elecciones en el Gobierno vasco utilizando precisamente el argumento de la precariedad de un elevado número de funcionarios y la necesidad de arbitrar una solución política al problema para esas personas que, durante años, vienen demostrando su idoneidad para el puesto que desempeñan. Recuerdo, a modo de anécdota, que el año 1993 se arbitró una solución a gran escala para el personal docente de las ikastolas que se publificaron. A un nivel inferior, se han producido multitud de casos en ayuntamientos y diputaciones.

No parece de justicia que a una persona que lleva desempeñando con éxito un puesto de trabajo durante más de una década se le exija, a estas alturas, concurrir a una oposición para su ingreso definitivo, compitiendo con personas jóvenes, mejor preparadas aunque sin experiencia. El mismo criterio neoliberal de los empresarios: los despedimos, en este caso gratis, y contratamos jóvenes bien formados, sin experiencia alguna.

Estos días, alguna de nuestras instituciones forales, a través de sus órganos de propaganda, anunciaba una importante Oferta Pública de Empleo; feliz iniciativa, precisamente cuando otras administraciones han paralizado sus procesos selectivos a la espera de la inminente respuesta a una consulta judicial al Tribunal Europeo relativa a la provisión de plazas en la administración del Estado español. En opinión de algunos expertos y basándose en la Resolución del Parlamento Europeo del 29 de mayo de 2018 sobre la precariedad y contra el uso abusivo de los contratos de duración determinada, podría suponer la fijeza en el puesto de trabajo para los funcionarios interinos en determinadas condiciones. Puede ser cuestión de semanas.