CONVIENE recordar que las causas de la gran recesión, que provocó en 2009 la mayor caída de la actividad económica de toda la historia del capitalismo y el periodo de estancamiento económico más largo desde la Segunda Guerra Mundial, aún no han sido correctamente explicadas ni por economistas ni por políticos. Tras acusar a la exuberancia del crédito consecuencia de los intereses bajos, la solución que se ha buscado para gestionar la crisis ha sido ¡alimentar el crédito desde el banco central y mantener los intereses aún más bajos! Como gran innovación, ahora la Unión Europea incorpora el volumen de crédito privado entre sus indicadores de estabilidad macroeconómica. Pero sin explicar cuándo el nivel del crédito es alto, bajo o excesivo, ni qué propone para resolverlo cuando alcanza niveles de alarma si es que acaso alguien es capaz de pronosticar cual es dicho nivel, porque cada vez que se ha intentado, la realidad ha ido un paso más allá franqueando todos los límites que se suponían infranqueables. Tal parece que los expertos en estos asuntos andan tan despistados como los médicos que auguraban hace siglo y medio que circular en automóvil a más de 60 kms/hora ponía en grave riesgo la salud de los viajeros.

Mientras no se disponga de una teoría mayoritariamente aceptada por los decisores en materia de política económica de las causas de esta ralentización, difícilmente se van a poder actuar frente a las crisis o recesiones. Porque interpretaciones sí que las hay, otra cosa es el caso que se les hace o, dicho de otra forma, la relevancia política que tienen.

La economía de los países desarrollados lleva varias décadas con una grave tendencia al estancamiento, que solo mediante dosis cada vez más fuertes de estimulantes se logra revertir durante unos años. Así, de la crisis de principios de los 70 (la del petróleo, en nuestro caso articulada a la del fin de la dictadura), pasamos a la crisis de los 80 -la que más nos afectó en Euskadi con la desindustrialización masiva en Bizkaia-, a la crisis de los 90 (la resaca de los fastos de la Olimpiada del 92) y, finalmente, a la de finales de la década pasada. Todos estos episodios son momentos de un mismo proceso de estancamiento secular que se manifiesta desde finales de los años 60 en forma de una crisis de productividad que para garantizar los beneficios de las empresas obliga a frenar las alzas salariales en los 80 y reducir la participación de los salarios en el valor añadido desde los 90.

El tratamiento aplicado desde los 80, a base de incentivar en dosis crecientes el consumo a crédito de empresas y familias, ha generado una transferencia monumental de recursos hacia el sector rentista de la economía, que incluye no solo a los jeques árabes y a los especuladores internacionales tipo George Soros o James Simons, sino también a los asalariados alemanes u holandeses, una parte sustancial de cuya pensiones provienen de los fondos de capitalización que invierten sus ahorros en todo tipo de títulos, en especial en deuda pública de los países del sur de Europa.

Es precisamente el carácter artificial del crecimiento de los últimos años en las economías desarrolladas lo que alcanzó un límite en la gran recesión. Tras la purga que se produjo en los años siguientes, no solo se vio limitada por la intervención pública socializando y limitando pérdidas privadas, sino que, además, desde que se superó la recesión en 2015 hemos vuelto a las andadas, pues no hay ninguna política nueva que sustituya a la tradicional de inyectar crédito para facilitar autoengañarse con que el capitalismo enfermo se mueve por sí solo.

Claro que las soluciones nuevas pasan por cargarle el coste precisamente a los grandes beneficiarios de la actual situación, los rentistas de todo pelo y tamaño que viven de fabricar y alquilar la insulina del crédito. Nada diferente de la “eutanasia del rentista” que proponía Keynes. O quizá sí, porque la cosa han llegado a tal nivel que muchas de estas instituciones financieras que se han convertido en auténticos dinosaurios con el crecimiento metastásico de las últimas décadas, resultan inviables si se aplican políticas orientadas a deshacerse de la dependencia del crédito y relanzamiento de la producción. Los bancos y los fondos de inversión, los fondos de pensiones y tantas maravillas de la ingeniería financiera desarrollada al calor de la protección de las instituciones públicas son incapaces de sobrevivir por sus propios medios.

Es decir, la cosa ha llegado a tal punto que no hay políticas alternativas viables si no se cambia de forma radical las estructuras de la actividad financiera global. Sin una socialización masiva de los activos financieros, por ejemplo, cualquier cambio de políticas se enfrentaría al nerviosismo primero, enfado después y finalmente al boicot más o menos violento por parte de los denominados “mercados”. Y es aquí donde se muestra cómo el capitalismo asiático está mucho mejor preparado que el occidental (por cierto, que Japón forma parte de ese capitalismo occidental en todos los sentidos salvo el geográfico) para enfrentar la crisis de largo plazo y las periódicas recaídas en la recesión como la que se anuncia para ya.

Con un sistema financiero subordinado a la gestión administrativa de la macroeconomía y unos bancos centrales inmunes a la enfermedad de simultanea independencia de los gobiernos y dependencia de los banqueros, esta región del planeta ha logrado dominar la inversión mundial. Desde principios del siglo XXI, la parte de la inversión mundial procedente de los países subdesarrollados ha pasado de la cuarta parte de la de los países ricos a ser hoy superior a la de estos. Casi todo este esfuerzo inversor se ha realizado en Asia, particularmente pero no solo en China. Desde la salida de la gran recesión, por ejemplo, por cada euro de inversión productiva que realiza Estados Unidos, China invierte 1,3 euros, y por cada euro destinado en Eurolandia a formación de capital, China invierte dos.

No se trata solo de invertir en capital físico; también hay que saber sacarle rendimiento. Y, hoy por hoy, por mucha ideología y propaganda que se difunda sobre emprendedores, innovación o internacionalización, lo cierto es que los sistemas de gestión de la inversión aplicados en occidente han quedado obsoletos: la división entre sector público dedicado a invertir en infraestructuras y sector privado en maquinaria para producir bienes y servicios no funciona; las reglas de la propiedad intelectual son uno de los mayores obstáculos a la difusión y apropiación social de los inventos e innovaciones; la ausencia de cultura productiva en los gestores del sector público (los ingenieros han desaparecido de la administración pública en beneficio de contables y juristas en el mejor de los casos, o de publicistas y gestores empresariales en el peor) es un lastre para que el Estado pueda entender lo que está pasando; y la creciente sustitución de la cultura tecnológica por la administrativa y financiera en la dirección de las empresas augura las mismos carencias en el sector capitalista de la economía.

Ante estos retos estructurales, que por el alto grado de endeudamiento los estados no dispongan de margen financiero para encarar una nueva recesión es el menor de los problemas.* Profesor de Economía Aplicada UPV/EHU