LA hora para dejar de trabajar, hace muchos años, era las 8 de la tarde, el momento en que empezaba el programa televisivo Pasapalabra. He vividos instantes fascinantes, tiernos, emotivos y emocionantes con una diversidad de concursantes a quienes al final -sin darte cuenta- les hacías un sitio en tu día a día. Pensaba en ellos y esperaba anhelante la hora en que sus caras iban a ocupar la pantalla. Jugaba con ellos en la intimidad de mi sala de estar. Jugaba a adivinar la palabra que se les había escapado. Íntimamente -con un cierto regusto de orgullo persona- decías: la sé. Y pronunciaba en la soledad de mi casa, lejos del plató televisivo, el vocablo que se le había olvidado al concursante. Lo musitaba y después sentía pena, porque se le había escapado. Cierto es que ocurría muy pocas veces. Los participantes sabían tanto que era una falta de respeto ver su enciclopédica memoria citar respuestas imposibles, palabras que no había oído en mi vida, con la soltura de un churro de romería echado al aceite hirviendo. Una deliciosa fritanga que hacía relamerme de gusto.

Mientras veía diariamente mi programa favorito, pensaba en las horas de estudio que había detrás. El largo tiempo que habían memorizado diccionarios, palabras empezadas por A por W. Indescriptible. Pero hasta en el más limpio concurso, hay un doble fondo ignorado. Algo que no sabe a verdad. Un resquicio de simulada o real trampa que rodeaba a cada rosco de palabras.

Han sido muchos los concursantes que han entrado en la fama de completar las 24 palabras necesarias para el triunfo. Los protagonistas han sido más o menos queridos y seguidos por los espectadores con el incierto placer al ver las piruetas de los jóvenes -o menos jóvenes- de este trapecio del aire en el que no siempre saltaba el mejor. Pienso que no todo es noble. Las antipatías y simpatías del presentador, el espectador y el concursante -somos humanos- trazaban una red invisible que se adivinaba en gestos, pequeños desplantes y hasta menudas faltas de educación.

El último concursante -con nombre de héroe mitológico-, Orestes, era (y seguirá siendo al margen de la televisión) un joven de poco más de 20 años que quería hacer un máster si ganaba (mientras otros concursantes aseguraban que lo más importante, si se llevaban el bote, era dedicar una parte a alguna ONG, caridad o Cruz Roja). Nuestro último chico decía que él también (se fue dando cuenta de que lo políticamente correcto era añadir este plus que, en verdad, él, como persona sincera, no contemplaba), pero con estas continuas apariciones de más de setenta programas ganados, fuimos viendo cómo iba perdiendo espontaneidad y risa. Su torrente natural le hacía cantar, contar chistes, reír siempre y enfadarse -hasta con alguna ingenua palabra mal sonante-, como un niño al equivocarse en la palabra (y decirla después, por la premura atolondrada) porque evidentemente siempre se la sabía. Yo pensaba que, sin duda, fuera de plató, le habían dicho que se riera menos, que estuviera más serio que? y el joven, con los ojos envueltos en una enorme tristeza, fue aceptando el corte de naturalidad mientras, sin ningún reparo, el presentador tomaba partido, por Rafa -genial también-, el contrario.

Ahora pienso que la tristeza era real. Los dos concursantes sabían que iban a ser los últimos porque el programa se terminaba.

Al fin, nos quedamos sin saber quién de los dos hubiera ganado el bote, la felicitación de su madre y los saltos de los famosos que semanalmente acompañan al concursante.

¿Qué es verdad y qué trampa? Pues nunca lo sabremos, salvo si hacen una película como Slumdog Millonaire.

Dicen que la audiencia del canal ha bajado escandalosamente, quizás porque los telespectadores -personas como usted y como yo- buscamos un entretenimiento sencillo y sin famoseo y amarillismo. Mi hora de descanso se ha quedado en un terreno de nadie y, cuando mi reloj de cucú da las ocho, me revuelvo nerviosa y sigo escribiendo un poquito más, sin ganas, sin el aliciente del Pasapalabra. Pero anuncian que el programa vuelve mañana con otro nombre: El Tirón. Felizmente, el tirón de Pasapalabra ha ganado. Pienso que el público ha pedido su regreso.

Líderes a concurso Sin embargo, en política vivimos un Pasapalabra inamovible. Los líderes políticos, anclados en sus ideas y programas, no dejan pasar palabra. No permiten que otro concursante entre en la rueda exprés. En el mediocre mundo político, el Pasapalabra es un imposible. El concursante -cada cabeza visible de una formación política- quiere ser único. Algunos, que se han arriesgado a abrir un poco el círculo, han perdido escandalosamente la palabra. Pablo Iglesia se ha quedado a la mitad del rosco sin saber si Iñigo Errejón será el Orestes que termine las 24 palabras exigidas para ganar. Son muchos los que se van uniendo a la nueva formación, deseosos de concursar en la liga final del 10-N.

Como en Pasapalabra, hay un telón detrás. Cuando tengamos al ganador del 10-N, se alzará feliz en este mundo revuelto. Empezará con su programa electoral un nuevo periodo del país con una página en blanco. Cuando pase el tiempo y termine su periodo de gobierno, saldrán a la luz las miserias humanas de esos cuatro u ocho años. Se dirá que era masón -mucho masón hay en la historia inconfesable de España-, que era corrupto, que vendía armas y que su sexualidad es dudosa. Así son las reglas del juego. Si entras en Pasapalabra tienes que completar el rosco, salvo si se demuestra que una copia poco noble envolvía el luminoso concurso.

Pidamos ayuda a los dioses porque en el Pasapalabra del 10-N tengamos un Orestes que sonría con el alma limpia, quiera hacer un máster y de vez en cuando diga un taco para pedir inmediatamente perdón. Son las pegas de la espontaneidad.

* Periodista y escritora