HACE no muchas fechas, cincuenta mil personas se han reunido en el estadio Bernabéu para recibir a Eden Hazard como próxima estrella del Real Madrid. Se ha visto a un público entregado a esa persona, cuyo fichaje ha costado más de cien millones de euros, y entre las gradas se ve la imagen de un niño que está llorando de la emoción. ¡Qué bonito! Llorar de emoción es un reto que se encuentra en el test de calidad a la hora de presenciar una puesta de sol, un cuadro, una película, un poema u otro texto literario. Pero dudo que las lágrimas de ese niño que ha llorado en el Bernabéu hayan pasado por el tamiz estético que provoca una emoción artística. Nuestra sociedad ceba ídolos a golpe de talonario aunque luego no sepa qué hacer con ellos, pero la socialización del triunfo sobre otros ídolos nos retrotrae al Olimpo griego donde los dioses, a pesar de serlo, se comportan como mortales, con sus luces y sus sombras, y colaboran con la causa en la medida de sus posibilidades, hasta que otros dioses irrumpen en su espacio y los superan.

Uno sueña con el día en el que una competición entre pueblos o ciudades se dirima en un campo de fútbol o en unas olimpiadas, incluso sabiendo que ese Olimpo está lleno de intereses comerciales y de exhibiciones de músculo mediático. Porque cualquier método que evite las sanguinarias guerras o las injusticias por egoísmos económicos es un método que nos puede hacer dioses verdaderos, a pesar de que hay algunos cafres, perdón por la expresión, que aprovechan partidos de fútbol para desplazarse a ciudades, destrozar mobiliario urbano y zurrarse la badana contra hinchas de colores diferentes, quizá como un preludio de lo que entienden por luchar en una guerra, ¡qué tristeza!

El caso es que se echa en falta el síndrome de Stendhal, esa sensación interna, a causa de una fuerte experiencia estética, de que hemos sido capaces de llamar a las fuentes de la vida por su nombre, y remarcar que la vida es bella, que hay elementos floridos en las copas de la vida que nos nutren tanto por dentro que hay posibilidades ciertas de trascender lo cotidiano. Dice Gadamer que “La esencia general de la formación humana es convertirse en un ser espiritual general. El que se abandona a lo particular es inculto”. Cuando hay personas en silencio, en una sala del Reina Sofía, observando, o meditando, ante el Guernica de Picasso, porque en ese templo del arte emana un principio general que es el descalabro y la sinrazón de la guerra, llegarán otras personas que atropellarán la experiencia artística con sus prisas y superficialidad y seguirán pensando que tener conciencia de la realidad consiste en calcular cuántos euros puede valer esa alegoría que transmite una gran verdad general.

En una visita guiada a un lugar impregnado de belleza, que no viene ahora al caso, he presenciado la escena en la que una mujer se sentía afectada por la sensación de belleza de tal forma que lloraba y su cuerpo manifestaba distintas sensaciones, llenas de gozo interior, mientras pedía disculpas por su situación y no llegó a calmarse enseguida, pues la guía no trataba de consolarla sino que se sentía afortunada porque era consciente de que quizá ella había contribuido a hacer fluir algo de aquella belleza que nuestra protagonista había interiorizado. Y entonces explicaba con orgullo que esas sensaciones y emociones que vivió Stendhal durante sus viajes por Italia, especialmente por Florencia, se reconocían como síndrome. Reproducimos sus palabras: “Había llegado a ese grado de emoción en el que se tropiezan las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”.

Uno es consciente de que resulta transgresor reivindicar que a alguien se le pongan los pelos de punta escuchando una canción determinada, y no precisamente a causa del alcohol ingerido. Es transgresor reivindicar la búsqueda de sensaciones intensas ante algo muy bello, porque también es una blasfemia que pasen apresuradamente, y en filas de a dos, cientos de personas al día en el Louvre ante Mona Lisa. Aunque hay que reconocer que también hay determinados conciertos, filmes, literatura, recitales poéticos, exposiciones y encuentros culturales de todo tipo que dignifican a la ciudadanía y presentan también otra cara de la moneda de este mundo presuntamente mejorable. No necesariamente nos llevan a experimentar el síndrome de Stendhal, pero en ocasiones lo facilitan. Hay quien desconfía de que un zahorí puede encontrar agua donde nadie lo encuentra, pero haberla hayla. * Analista