UNA idea muy extendida sobre las elecciones europeas es que son unas elecciones de segundo orden, que hay que hacerlas porque así lo decidieron en su día, cuando nosotros todavía ni pertenecíamos a la Europa comunitaria, quienes regían los destinos de las entonces Comunidades Europeas (CC.EE.), precedente de la actual Unión Europea. Fue en 1979, ahora se cumplen cuatro décadas exactamente, cuando se realizaron las primeras elecciones para elegir el primer Parlamento europeo (de las CC.EE.), que a lo largo de estos cuarenta años ha experimentado sucesivas transformaciones, al tiempo que se ha ido ampliando progresivamente tanto su ámbito territorial (desde los seis países iniciales hasta los veintiocho actuales) como, así mismo, el competencial, con la asunción progresiva de nuevas competencias.

Si bien no puede afirmarse que el Parlamento Europeo, a pesar de la creciente y progresiva ampliación de su ámbito competencial, es equiparable, a día de hoy, a los Parlamentos de los Estados miembros en cuanto a los poderes legislativos de los que dispone, ello no debe inducirnos a minusvalorar el papel que puede jugar, y que de hecho juega, en el sistema institucional europeo. En cualquier caso, se trata de una instancia que es imprescindible desde la perspectiva institucional -si no existiese habrá que inventarla- y que, independientemente de la valoración que puedan merecernos algunas de sus decisiones, está llamada a ocupar un lugar central en el proceso de construcción europeo, por más inciertas que puedan ser las expectativas en este terreno en el momento actual.

Hay otro factor que es preciso reseñar en relación con estas elecciones, como es su funcionalidad para proporcionarnos la radiografía más exacta del cuerpo electoral. En primer lugar, porque la circunscripción electoral única nos permite tener una visión de conjunto más clara de las distintas opciones políticas en liza y del peso de cada una de ellas en relación con las demás. Y, asímismo, porque en este tipo de elecciones se puede expresar con menos condicionantes las preferencias por una u otra opción política, sin miedo a que como consecuencia de los resultados electorales se corra el riesgo de que gobiernen los rivales. Debido a ello, las elecciones europeas son las que mejor permiten detectar las tendencias que operan en el cuerpo social y que no se hacen visibles, o al menos no con tanta nitidez, en otro tipo de elecciones.

No es por casualidad que fuese precisamente en las anteriores elecciones europeas (2014) cuando empezaron a aparecer las primeras manifestaciones de los cambios que iban a producirse en el mapa político, que posteriormente han tenido confirmación en las sucesivas citas con las urnas a lo largo de estos cinco últimos años. Un mapa político que se ha ido reconfigurando en el curso de un proceso que se abrió en las anteriores elecciones europeas, alejándose progresivamente del modelo de bipartidismo imperfecto que había regido ininterrumpidamente durante casi cuatro décadas para ir adoptando un modelo multipartito que, a día de hoy, dista de estar cerrado y que previsiblemente va a seguir experimentando transformaciones cuyos perfiles definitivos están aun por determinar.

Por otra parte, uno de los efectos que inevitablemente se derivan de estas elecciones es que, como no podía ser de otra forma, nos obligan a dedicar parte de nuestra atención a las cuestiones relativas a la UE; lo que es algo que sólo puede merecer una valoración positiva, aunque solo sea para compensar la escasa atención que habitualmente mostramos ante los temas europeos. Quizá este tratamiento, obligado por las elecciones, de las cuestiones que como europeos nos conciernen y nos afectan directamente pueda ayudarnos a comprender mejor la importancia que para todos nosotros tienen estos temas y, en consecuencia, nos motive para dedicarles mayor atención de la que les hemos venido dedicando hasta ahora.

Bien es cierto que el hecho de que, en esta ocasión, las elecciones europeas coincidan con las municipales y, en nuestro caso, también con las de las Juntas Generales, tiene el inconveniente de que las cuestiones específicamente europeas puedan quedar diluidas entre otras que, por su mayor proximidad territorial, pueden ser abordadas de forma más inmediata y con mayor facilidad. Pero sería un error, en el que inconscientemente o por simple inercia caemos con frecuencia, creer que los temas europeos no nos son, la mayoría de las veces, tan próximos (aunque no lo sean territorialmente) como los que se gestionan en nuestros Ayuntamientos y Diputaciones; que en muchas ocasiones adoptan sus decisiones (como también las autoridades autonómicas y estatales) en el marco que les viene determinado por las decisiones adoptadas ya en las instancias europeas.

Si todas las elecciones tienen lugar en un contexto determinado, éstas en concreto tienen la particularidad de realizarse en un momento en el que se ha producido un hecho como el Brexit, que abre una situación completamente nueva en la UE. Es la primera vez, desde el nacimiento de las CC.EE., hace ya más de seis décadas, que un país miembro opta por el abandono de la Unión Europea. Ello obliga, especialmente al nuevo Parlamento que salga de estas elecciones, a plantearse seriamente cuál es el futuro del proyecto europeo; y más concretamente a definir con claridad cuáles son las bases comunes que compartimos, si es que las hay, cuáles son los instrumentos y los medios de los que debemos dotarnos para conseguir los objetivos comunes, si es que realmente los tenemos, y cuáles son las reglas del juego que todos debemos respetar y cumplir.

Además de la necesaria aclaración de todas estas cuestiones, es preciso asimismo ir dando respuestas concretas a los problemas que tenemos planteados hoy como europeos, que son muchos y muy importantes. Sirva como ejemplo, por mencionar uno que ha tenido especial relevancia durante esta última legislatura, el de las migraciones, que aparte del drama humano que supone para quienes las sufren, es una muestra palmaria de la falta de respuestas y, en definitiva, de nuestra incapacidad institucional para hacer frente a un problema que trasciende por completo el ámbito de cada uno de los Estados y que solo en el marco europeo puede ser abordado de forma conjunta. Un problema, conviene no olvidarlo, que lejos de perder vigencia va, por el contrario, a acrecentarla en los próximos años.

No faltan problemas comunes que necesariamente van a tener que ser abordados y tratados en el marco institucional común, en el que el Parlamento es una pieza esencial, que compartimos con los demás países europeos. Particular atención merecen todos los relativos a lo que en el argot eurocomunitario se ha venido denominando el “pilar social” de la UE, ya que es éste el que con mayor intensidad se ha visto afectado por la reciente crisis económica, cuyos efectos en el deterioro de las condiciones sociales de amplios sectores de la población no pueden ser ignorados ni escamoteados. Es preciso tenerlo muy en cuenta, porque después de las elecciones y una vez contabilizados los votos y los escaños obtenidos por cada formación política y (auto)proclamados los vencedores, hay que afrontar y dar respuesta durante la próxima legislatura a los problemas que por tener una dimensión europea sólo en ese marco pueden ser abordados, tratados y resueltos. Es este un terreno en el que la orientación que marque el Parlamento que salga de estas elecciones va a ser determinante y, en cualquier caso, una actividad que debe centrar la atención de la nueva legislatura que se abre a partir de ahora.