CON tanta llamada a las urnas en los últimos tiempos -al Congreso, al ayuntamiento de andar por casa, al sillón de palco de una Europa que no acaba de quitarse los pañales para convertirse en un ente poderoso y unido, a la mismísima Eurovisión...- da la impresión de que cualquiera que se acerque a la Plaza Nueva puede encontrar papeletas de segunda mano para sumergirse en la compraventa de votos. Dicho así, suena a trapicheo, a lo que antaño, en los días duros para la supervivencia, se conocía como el estraperlo. No sucede así porque sería delito, pero esa es la imagen que da.

La ciudadanía va y viene al colegio electoral cuando ya no está en edad de pisar las aulas. Aprovecha el tránsito para avituallarse con unas rabas y un vermú, con una tortillita jugosa o un café, si son de voto temprano. En algunas de las puertas electorales te encuentras con hombres y mujeres de buena fe que pretenden facilitarte el camino, ofreciéndote un sobre de voto ya cerrado, musitándote al oído no ya palabras de amor, sino las siglas que más te convienen. Me viene bien este arreglo musical porque esos mercaderes aplacan justo eso, la ansiedad. La ansiedad de tenerte en mis brazos, como dice aquel vals que escribió el joven Sarabia (quince años apenas tenía...), que inmortalizó Nat King Cole y que mejor describe los sentimientos de un partido político en estos días de zoco o gran bazar.

Pongamos que no. Que alguien decide no coger el sobre cerrado ni escuchar esas palabras clandestinas. Que se arremanga la camisa o se pone un top fresco para acometer el desafío de escuchar las propuestas en los mítines, de leerse los programas, de meditar lo escuchado. Las consecuencias, me temo, no difieren mucho. El pregón no se distingue del de los buhoneros que vendían crecepelos. Prometen imposibles hasta la victoria.