HA cambiado España desde que se vaciaron las calles cuando emitieron el último episodio del culebrón Cristal. Era 1985, Felipe Gonzalez llevaba tres años gobernando y Pablo Casado, cuatro con el chupete y si nos descuidamos, con el carné de Alianza Popular. Más de treinta años después, el mundo se sigue dividiendo entre los que ven una serie y los que no, esos exiliados de la tendencia que divide a la población como la cebolla en la tortilla de patata, el monte o la playa y Bob Esponja o Patricio. El fenómeno sorprende porque le hace a uno estar dentro del mundo o fuera de él pudiendo ser además e indistintamente los dos: el irreductible de la serie y el que escucha del tema como el que oye llover. Algunos pensamos que no haber visionado ni un solo episodio de Juego de Tronos no tiene perdón de Dios, que como sus aficionados ya estamos marcados de por vida y que nos arrepentiremos lo que nos queda de no habernos zambullido en la serie de las series, como el que, por deceso, nunca mostró un perdón o un te quiero a tiempo. Luego están los que el domingo no vieron el final y anduvieron el lunes evitando a las personas y a las cosas contra los spoilers frente a los somnolientos impacientes e impactados. Pero ¿quién no ha perdido alguna vez horas de sueño por una fantasía? Los demás, suspirando, hemos acabado hasta los dragones.

susana.martin@deia.eus