EL envejecimiento progresivo de la población en las últimas décadas conduce a que cada vez haya más personas mayores en nuestras sociedades, más que nunca en nuestra historia. Todas ellas, más tarde o más temprano, terminarán enfrentándose a una etapa que les resultará nueva y desconocida: el final de vida.

El anciano que se encuentra en la fase clínica de terminalidad de una enfermedad que puede poner punto final a su vida necesita que le entreguemos todo el cariño. Muchas de estas personas mayores ya tienen presente una inmerecida sensación de estorbo y de carga que, desafortunadamente, parte de la sociedad ha establecido en función de su propia vejez y de las variables de productividad. Por ello, muchas de estas personas mayores se pueden encontrar en una situación de vulnerabilidad, no solo por factores biológicos sino también por motivos psicológicos y sociales.

Nos encontramos en la era en la que los medios técnicos de comunicación están muy avanzados y, sin embargo, el anciano enfermo alcanza las mayores cotas de soledad, hasta el punto de que la soledad puede hacerle más daño que la propia enfermedad. La labor de los que estamos junto a él es arroparlo con todas nuestras fuerzas día a día. Los profesionales sociosanitarios comprobamos que, cuando la persona mayor está enferma, no desea ser eliminada sino ser cuidada y aliviada hasta que llegue su muerte.

Tal vez hemos llegado a pensar en ocasiones que el anciano, en el final de su vida, no entiende, muchas veces no oye y, además, tiene dificultades para ver. Con bastante frecuencia empleamos estas razones, creo que de manera equivocada, para justificar “¿para qué le vamos a explicar lo que le sucede, si no va a entender?”. Esta idea la tenemos que desechar. No hemos de caer en esta tentación siempre que tengamos que atender a un anciano, sobre todo, si se encuentra en la fase de final de vida, ya que, en muchas ocasiones, se suele encontrar solo e incomunicado.

Necesita que se le conozca de una forma profunda en vez de volverle la cara hacia otro lado. Necesita que se le respete, que se le cuide en vez de apartarlo de nuestro lado. El anciano suele perder el control sobre las decisiones que se toman sobre él, así como el control de sus cuidados médicos. Generalmente, es menos consultado sobre las decisiones terapéuticas que se van a tomar con él.

El anciano necesita ser escuchado con imperiosa necesidad. Es preciso para ello que tengamos en cuenta sus ideas, tanto culturales como religiosas. Desea sentirse útil. No solo tiene necesidad, sino derecho a que le tengamos en cuenta. Tiene necesidad de que se le respete como ser libre que debe tomar sus propias decisiones por sí mismo, no tratándole como un menor; no es un niño. Tiene necesidad de una comunicación abierta y sincera, tiene necesidad de sentirse acompañado y de poder expresar libremente sus emociones. Para ello, hemos de acoger al anciano como una persona que necesita de nosotros y mostrarle con nuestra compañía que no está solo; hemos de escucharle con aceptación y empatía manteniendo cierto contacto físico para que pueda apreciar nuestra cercanía y nuestro respeto.

Aunque nuestra ciencia médica ya no pueda restaurar su salud, nuestros cuidados, nuestra compañía y nuestro afecto sí podrán dibujar en sus labios una sonrisa de agradecimiento porque le hemos hecho sentirse como una persona que nos importa.