DESDE los lejanos días en los que estalló la Primavera Árabe en el país, muchas cosas han ido cambiando imperceptiblemente en Siria. La rebelión se ha ido poco a poco ahogando y el régimen de El Asad ha salido victorioso. El coste material y humano, por supuesto, es otra historia muy diferente. Sin embargo, la posibilidad de una alternativa a la dictadura ya no se antoja factible porque es ella la que puede imponer sus condiciones, la que, en realidad, ha ganado la batalla contra las voluntades y ha sobrevivido contra viento y marea.

Hubo algunos compases de esta cruenta batalla en que no lo parecía, en la que las fuerzas rebeldes, aunque poco unidas, pusieron en jaque al ejército leal a Damasco, días en que la capital era amenazada y amplias zonas del territorio estaban bajo control de los insurgentes. Cuando el uso de armas químicas provocó la amenaza de Washington de una intervención militar que, finalmente, no se produjo. El Asad se ocupó de destruir convenientemente dichos arsenales. Pero mientras Occidente dudaba en si ayudar o no a los rebeldes -una mezcla de demócratas, integristas y milicias vinculadas a Al-Qaeda-, El Asad recibió la ayuda vital de Rusia, que no dudó ya en implicarse abiertamente en el conflicto y dotar al régimen de todos los medios posibles para apuntalarlo e impedir su caída. Se le sumarían las milicias de Hezbolá que, apoyadas por Irán, también hicieron su labor.

En el ínterin, el surgimiento del Califato en Mosul (ISIS) trajo consigo su expansión por una devastada Siria, logrando ocupar la ciudad de Raqqa, lo que dividió todavía más las fuerzas de la rebelión. La aguda crisis generada por la expansión de este nuevo fenómeno integrista benefició enormemente a El Asad. Poco a poco, el ejército sirio fue recuperando posiciones, controlando efectivamente las zonas más ricas y pobladas del país y, en consecuencia, no solo restablecía el equilibrio, sino que pasó a la ofensiva. Un avance brutal y singularmente duro, obteniendo su gran victoria con la toma de Alepo, la ciudad más importante tras la capital, aunque dejándola casi por completo arrasada tras feroces bombardeos.

Sin embargo, el alto coste de toda esta descarnada realidad no nos debe dejar indiferentes. Los más de seis millones de refugiados todavía aguardan a volver a sus hogares devastados, a un país con una economía agotada tras años de guerra y pese a una guerrilla que se resiste a claudicar en sus pretensiones ante el temor, como no podía ser menos, a las represalias del régimen.

La lucha contra el terrorismo, como planteaba El Asad, no era sino una batalla contra la otra Siria. Ha ganado la guerra, pero dejando tras de sí un país hecho añicos. Y queda conseguir la paz La posibilidad de que se pueda presionar al régimen para que cambie, para que El Asad abandone el poder y pueda ser juzgado por sus crímenes de guerra, está ya prácticamente descartada. Estados Unidos no podía intervenir, las experiencias de Irak y Afganistán y la dificultad de convencer a la opinión pública norteamericana impedían una operación de tal envergadura. Y tampoco ha querido hacerlo. Hubiese necesitado, además, un punto de partida para desplegar a sus ejércitos y eso era un compromiso para los países musulmanes de la región. De hecho, la línea roja marcada en el uso de armas químicas fue el único momento en que Washington pareció dispuesto a involucrarse directamente. De haberlo querido, habría podido. Pero no ignoró los inestables equilibrios de la región ni el papel que estaba jugando Rusia en favor del régimen de Damasco.

Las infinitas posibilidades que produjo la Primavera Árabe se han quedado, mayormente, en agua de borrajas. Pocos cambios significativos en los países donde mayor fuerza prendió, salvo en Túnez, dejando a la mayoría galvanizados por la violencia, con una nueva ola de dictaduras y regímenes autocráticos o guerras civiles que no parecen tener fin. James Jeffrey, enviado especial de EE.UU. para Siria, reconocía la imposibilidad de acabar con El Asad, aunque mantengan la exigencia de un “régimen fundamentalmente diferente” y jueguen la baza de las penurias por las que atraviesa el país. Según el Banco Mundial, Siria necesitaría, al menos, entre 250.000 a 350.000 millones de dólares para su reconstrucción. Ni Damasco ni Moscú pueden hacer frente solas a tamaña factura.

No cabe la menor duda, en cualquier caso, que los cambios en el régimen pasan por acuerdos entre este y la oposición. Y, por el momento, las noticias que se tienen son poco alentadoras. Las posibilidades de que los representantes de El Asad renuncien a su victoria militar son nulas, aunque aún haya una parte del territorio que no controlan, fundamentalmente en la provincia de Idlib -en donde se encuentran las Fuerzas Democráticas Sirias, lideradas por milicias kurdas, amalgama de diferentes tropas irregulares- que no les será posible tomar con facilidad. La amenaza de las milicias del ISIS, por lo demás, es, prácticamente residual. No así la de Turquía de intervenir para acabar con el peligro de las milicias kurdos. El Asad solo ha de contemplar cómo las viejas rencillas y rivalidades pueden beneficiarle a la hora de ignorar los requerimientos internacionales de apertura de su régimen y reconciliación nacional.

Después de todo, fue su intransigencia la responsable de provocar la guerra civil. Siria es un país agotado, con medio millón de muertos y una dictadura que está dispuesta a resistir. Si fuera necesario, sacrificando al país de nuevo.